INTRODUCCIÓN
El trabajo que aquí se plantea busca hacer una aproximación a algunas facetas de la realidad urbana colombiana a partir de una serie de crónicas periodísticas escritas por el escritor bogotano José Antonio Osorio Lizarazo entre 1926 y 1947.
El criterio de elección de estas crónicas siguió un centro planteado en torno a cuatro ejes temáticos, a saber: (1) clases oprimidas y miseria urbana, (2) burocracia, (3) creencias y supersticiones y (4) modernidad sin modernización. Para su análisis, tomaré cada uno de los ejes por separado, destacando en cada uno de ellos lo que Osorio Lizarazo expone y opina. Esto con el fin de desembocar en una sucinta síntesis final que brinde un panorama aproximativo de la situación colombiana durante las décadas en que fueron escritas las crónicas.
A continuación presento un cuadro explicativo en el que expondré las crónicas elegidas, así como el área a la que considero se refieren:
Título de la Crónica | Tema al que alude | Año de publicación |
Carnaval de Espíritus | 1 | 1926 |
Mansiones de Pobrería | 1 | 1926 |
La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz | 3 | 1939 |
Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918 |
1 |
1939 |
Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector |
1 |
1939 |
Mariana Madiedo, la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte |
3 |
1939 |
Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar a Bogotá |
4 |
1940 |
La usura en Bogotá | 1 | 1946 |
Menosprecio del tiempo | 2 | 1947 |
El aeroexpreso | 2 | 1947 |
El “subway” de Bogotá | 4 | 1947 |
El hombre rural | 1 | 1947 |
Fracaso de una política | 4 | 1947 |
Todas estas crónicas fueron tomadas de una selección hecha por Santiago Mutis Durán en la que en una amplia introducción contextualiza al autor en su época y hace un recorrido por toda la crítica literaria que sobre Osorio Lizarazo se ha hecho, aprovechando para llamar la atención sobre la importancia del autor bogotano en las letras colombianos, como aquel que fue capaz de narrar los sucesos cotidianos de los menos favorecidos, adentrándose en las características y problemas de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX. No obstante, antes de comenzar considero pertinente estudiar un poco la naturaleza de las crónicas: su forma, el contenido implícito de ésta y sus implicaciones. Para esto voy a apoyarme en lo que explica Hayden White en su libro El contenido de la forma, primer ensayo. LAS CRÓNICAS DE OSORIO LIZARAZO
Es claro que no se pueden entender las crónicas de Osorio Lizarazo como aquéllas que durante el medioevo fueron escritas como una manera de ir registrando los hechos de los grandes hombres. En estas últimas primaba un deseo de enaltecer a la autoridad, pero sin permitir que la voz narrante se inmiscuyera en la narración de los hechos; además, eran escritas a medida que sucedían los acontecimientos que se relataban, convirtiendo el texto en un escrito sin fin que, tras la muerte del cronista, podía ser continuado por otra pluma que así se lo propusiera. Es decir, a pesar del sentido que se le buscaba dar (el enaltecimiento de la autoridad, el camino marcado a los hombres por la Providencia, etc.), eran relatos inconclusos que carecían de cierre “dramático”, sumario del significado de la cadena de acontecimientos. En otras palabras, no había dentro de las crónicas un hecho o una suerte de hechos que tuvieran prelación sobre los otros a la hora de organizar la narración, sino que simplemente se iban relatando.
En el caso de las crónicas de Osorio Lizarazo, éstas revisten un cariz bien diferente. Son, primero, crónicas periodísticas, cuyo afán es dar a conocer a un amplio público un acontecimiento, una condición, un hecho acaecido; no van tras un afán de historiar un espacio y tiempo determinado más allá de lo que se les impone como límite: el espacio físico con que cuentan en el diario, la atención limitada del lector y la necesidad de narrar algo puntual y específico de la forma más integral posible. No obstante, suelen coincidir con las crónicas medievales en cuanto a su organización cronológica; es decir, lo que se va narrando se hace de manera que siga la línea dibujada por el tiempo.
Por otra parte, para el caso especial de Osorio Lizarazo, las crónicas revisten una intencionalidad clara, un uso consciente del espacio para transmitir un mensaje, una denuncia. No son textos ingenuos y él no pretende serlo. Describe la realidad tal como la percibe, pero añadiendo en sus escritos un discurso que toma los hechos como punto de apoyo y argumento fehaciente que le da la razón a la hora de presentar sus críticas y elaborar sus propuestas.
Para el caso específico de la novela, Osorio Lizarazo ve en ella un “instrumento adecuado para despertar una sensibilidad y para formar un ambiente propicio a obtener la afirmación de un equilibrio y de una justicia sociales”. Y puede extrapolarse esta intencionalidad a la escritura de las crónicas. En ellas, centra su atención sobre elementos que logran dar a conocer una faceta desconocida de la realidad cotidiana, como una manera de despertar la necesidad de reaccionar frente a ella. Otra de las cuestiones dignas de mención y observables en las crónicas de Osorio Lizarazo es el cierre que siempre se encuentra en ellas y que no sólo marca un final sino, también, una finalidad. Entendiendo las crónicas de Osorio Lizarazo como una especie particular de relatos históricos (en tanto se desarrollan bajo una dimensión cronológica, buscando respuestas al comportamiento humano a través de ésta y dejando plasmado un testimonio de una época vivida), puedo decir, siguiendo palabras de White, que “la exigencia de cierre en el relato histórico es una demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de acontecimientos reales en cuanto a su significación como elementos de un drama moral”. De esta manera, pueden entenderse las crónicas de Osorio Lizarazo como herramientas o medios de transmisión de posturas ideológicas-gnómicas que buscaban trazar, a los lectores, el camino de su opinión y su accionar. No son simples testimonios objetivos que destacan por la vida que se percibe en sus descripciones; por el contrario, son textos de origen subjetivo arreglados de tal manera que puedan brindar, con cierta sutileza, un mensaje premeditado, dirigido a un público determinado en un momento determinado. Con este precedente, ahora sí, continuaré con lo planteado en la Introducción (ver supra).
CLASES OPRIMIDAS Y MISERIA URBANA
No es difícil asociar el nombre de Osorio Lizarazo –cuando éste algo dice- con la necesidad de dar a conocer la miseria creciente y galopante de la urbe colombiana de mediados del siglo XX. Casi todos los críticos importantes que menciona Santiago Mutis Durán en la Introducción del libro antes citado hacen alusión a la preocupación constante de este autor bogotano por plasmar en sus escritos aquella cara desconocida –a veces ignota- de la realidad urbana de Colombia. Sus crónicas no son la excepción. A pesar de que destina alguna de ellas a temas de diferente índole, la cuestión de la miseria en la que viven las clases menos favorecidas es un punto recurrente al que retorna desde diversas perspectivas.
En “Mansiones de Pobrería”, crónica de 1926, se adentra en los pasajes bogotanos, pequeñas callejuelas infectas en las que, de cualquier manera, residían aquéllos que de una u otra manera se habían visto cobijados por la realidad de la pobreza y el desaseo. Destaca en este texto el deseo de Osorio Lizarazo por retratar la suciedad de estos lugares, la indolencia de sus habitantes –en tanto falta de acción contra la miseria-, así como la diversidad existente en este entorno, en el que convivían juntos diferentes tipos de pobres, cada uno con una historia particular; esto le permite sugerir, sutilmente, una cierta jerarquización al interior de este grupo social menos favorecido.
Será en “Las escenas …”, de 1939, cuando hará alusión a la incapacidad del Estado de proveer una infraestructura suficiente que pueda combatir el desaseo y la alta tasa de mortalidad que desangra la población bogotana. Asimismo, es de resaltar el hecho de que esta crónica fue escrita 21 años después de la mencionada peste; tiempo suficiente para olvidar muchos detalles pero, también, para reelaborarlos y acomodarlos a una idea más amplia que lograse incluir en sí un mensaje y una denuncia mucho más consolidados e intencionales.
Reiterará esa idea de la incapacidad del Estado colombiano a la hora de defender al pueblo sobre el que gobierna en una crónica de 1946, “La usura en Bogotá”, a través de la cual denunciará la labor mezquina de las casas de empeño y compra-venta, y la ineficacia de la administración y legislación públicas al intentar detener tal labor, en especial al crear el Banco Prendario Municipal, destinado a sólo aquéllos que disponían de una cierta base económica.
Ya desde 1939 –o incluso desde antes- es visible el intento de despertar en las clases oprimidas una conciencia de su naturaleza, de sus posibilidades y sus potencialidades. Pero no es un llamado fervoroso, sino, más bien, una mención que hace a través del protagonista de una de sus crónicas –Pablo Emilio Mancera-, al tiempo que aprovecha para recordar la naturaleza indolente del pueblo.
Finaliza esta serie de crónicas alusivas a la miseria urbana –dentro de las por mí elegidas- “El hombre rural”, de 1947. En ésta se hace patente la diferenciación clara y tangible entre las masas populares rurales y urbanas; cada una de ellas pertenecientes a medios opuestos, a realidades distantes y distintas, pero que comparten en su seno una misma miseria que, sin mayores sutilezas, Osorio Lizarazo atañe al abandono estatal.
Entre los problemas que este autor bogotano reconoce en la dinámica rural se encuentran los altos costos de transporte y la cuestión irresuelta de la sanidad. Sobre éstos se apoya para explicar el porqué de las migraciones campo-ciudad, fenómeno que alimenta la miseria urbana, al engrosar las filas de las clases oprimidas.
BUROCRACIA
Como víctima directa de la insoportable burocracia, Osorio Lizarazo, a través de dos de sus crónicas, presenta sus impresiones y sustenta sus críticas a esa cultura del trámite innecesario, cada vez más común en una ciudad en pleno crecimiento.
En “Menosprecio del tiempo”, de 1947, el autor se detiene a contar los minutos perdidos en diversos trámites. Sumando unos con otros, logra llegar a las diez horas perdidas entre diligencias y esperas. A pesar de que no todas estas pérdidas tienen su origen en trámites burocráticos, Osorio Lizarazo no escatima esfuerzos a la hora de criticar el sin sentido inherente a muchos de éstos.
Resalta en esta crónica la idea de un tiempo que es oro, de valor intrínseco por su naturaleza efímera. Puede verse cómo el autor mismo ya está imbuido en la dinámica del tiempo capitalista, tiempo de producción, valioso en sí por su capacidad de generar cierto tipo de interés, en tanto posibilidades de llevar a cabo otro tipo de labores.
Para “Un aeroexpreso”, crónica del mismo año que la anterior, se reitera lo planteado ya, aunque detallando mucho más toda esa suerte de papeleos inútiles y vueltas en círculos que sólo consiguen hacerle perder más tiempo.
Más que un tema central dentro de los que desarrolla en su obra en general, y en las crónicas en particular, la burocracia es un punto sobre el que transita para, a partir de allí, confirmar las deficiencias de un Estado incompetente. Se refiere a la burocracia como producto de una política caótica, una administración desorganizada y una carencia de modernización real más allá de la idea teórica de modernidad de su tiempo.
CREENCIAS Y SUPERSTICIONES
Osorio Lizarazo reserva un espacio, dentro de sus escritos, para hablar sobre algunas de las creencias y supersticiones en la Bogotá de mediados de siglo XX. En dos de las crónicas aquí trabajadas hace hincapié en la importancia de las “artes adivinatorias” de determinados personajes que configuran el panorama urbano.
Así es como, en la crónica “Mariana Madiedo…”, menciona la relevancia de la imagen de esta mujer dentro de la historia de Bogotá; cómo, a través de su labor de pitonisa, pudo labrar el futuro de diversos personajes que la visitaron.
De igual manera, en “La vida misteriosa…”, retoma la dimensión supersticiosa de la población, tan cargada de creencias y esoterismo que definían, en buena medida, sus actitudes y comportamientos.
Pero tras el velo de todo esto, Osorio Lizarazo consigue exponer algunas de sus ideas. Es el caso de la entrada intempestiva de lo que se podría denominar comportamiento “moderno”; una serie de actitudes y actos que van en contra de un conjunto de costumbres y creencias arraigadas desde tiempo atrás en la población y que lograron, a su manera, debilitar una estructura de imaginarios ya constituidos.
De una manera soterrada, que en otros escritos se verá más clara, se remite una vez más a la entrada de toda una marejada de influencias extranjeras y extrañas, aprovechando para enfatizar en la pérdida de valores que esto acarrea consigo. No consiste tanto en enaltecer las viejas costumbres como en criticar, desde el testimonio de los personajes que habitan sus crónicas, la llegada de ideas antes impensables.
A pesar de no versar específicamente sobre creencias o supersticiones, la crónica “Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá”, ilustra muy bien lo que aquí se plantea. El protagonista del escrito afirma, refiriéndose a una gira que hizo por Colombia en la que enseñaba a la gente los nuevos bailes que venían de Europa: “Me hicieron una guerra… En Tunja, por ejemplo, casi me apedrean. Iba a enseñar bailes y rompía con eso muchas tradiciones e innumerables prejuicios”. No es clara la postura de Osorio Lizarazo frente a la entrada de nuevos influjos provenientes de tierras lejanas y, en su mayoría, desconocidas. Parece tajante enemigo de iniciativas que afectan el nivel de vida de la gente o la política económica del país. Pero en el fondo lo que le molesta no es que se traigan conceptos del exterior, sino que los gobernantes no se tomen la molestia de conocer y reconocer las condiciones reales en las que vive la gente. Entonces, resumiendo, el problema que se plantea Osorio Lizarazo no es tanto el de la pérdida de las creencias y supersticiones arraigadas en el pueblo, sino el que éstas, acompañadas por muchos otros factores que definen la cotidianidad urbana, no sean tomadas en cuenta por gobierno alguno y, que al ignorárseles, se impongan toda una serie de medidas importadas que no logran solucionar nada.
MODERNIDAD SIN MODERNIZACIÓN
Uno de los puntos recurrentes en las crónicas de Osorio Lizarazo, implícita o explícitamente, es la cuestión que hace referencia a la aparición en Colombia de una afán de modernidad carente de una base material que sirva de sustento para la adaptación de tales ideas. A esto es a lo que denomino como modernidad sin modernización.
Una de las muestras más representativas de esta postura se encuentra plasmada en la crónica “El ‘subway’ de Bogotá”, escrita para testimoniar las intenciones del gobierno de construir un subway bajo la Calle Real (carrera séptima), como una manera de solucionar el problema de transporte en la capital del país. A esto responde Osorio Lizarazo, acusando a tal iniciativa de ser muestra de una “mentalidad de nuevo rico (sin dinero)” (p. 395), caracterizando a los bogotanos, de paso, como “ostentosos y presumidos por encima de nuestras posibilidades (p. 395).
Pero se repite el punto ya mencionado en el apartado anterior; no se culpa a la idea de querer hacer un subway, sino a presentarlo como obra básica y urgente existiendo una gran cantidad de otras labores mucho más necesarias. Al respecto, explica Osorio Lizarazo:
“Y con tanta deficiencia, en tan precarios medios de vida, sin servicios tan urgentes, como los de teléfonos, policía o crematorios, nuestras autoridades planean un túnel e muchos millones […] Un criterio de exhibicionismo, de suponer que las obras esenciales han de ser suntuarias y no de beneficio público, de vanidosa ostentación de glaxo, es el predominante en algunos sectores de la administración” (p. 396).
Y más adelante concluye:
“Si se quiere copiar algo del extranjero, que sea una empresa útil y provechosa, de beneficio social, de higienización y no de un suntuarismo ostentoso” (p. 398).
Se plantea así la diferenciación entre, por un lado, el país imaginario de los gobernantes, lleno de vanidosa ostentación e inútiles bienes suntuarios y, por el otro, el mundo real, el del drama cotidiano; este último, precisamente, en el que se desenvuelve la existencia de este autor bogotano golpeado por la inequidad y la falta de oportunidades para ascender en la escala social.
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Siguiendo lo mencionado en páginas anteriores en torno a los cuatro ejes temáticos elegidos, pueden observarse varios puntos de común confluencia en éstos. Hay cuestiones que aparecen en los cuatro campos; a veces soterradamente, a veces con una intención clara de mostrarse y darse a conocer.
Sobre estos puntos de común confluencia puede trazarse un esbozo de panorama de la realidad urbana en la Colombia de mediados de siglo XX. Pero se debe tener en cuenta que éste no puede ser más que una alegoría de aquellos tiempos pretéritos. Y es precisamente a través de ejercicios como el que aquí se presenta que se busca aportar imágenes que alimenten esa idea de pasado y ayuden a su elaboración.
Sin caer en lo maniqueo, Osorio Lizarazo presenta un panorama fragmentado de la realidad colombiana, compuesto por dos extremos lo suficientemente opuestos como para que exista entre ellos un enfrentamiento latente.
Por una parte esta el país de los gobernantes, del que hace mención al referirse a lo absurdo de ciertas políticas, al abandono estatal y a la particular imagen que éste tiene de lo real cotidiano. Componen este país de los gobernantes toda una suerte de políticos y burócratas que ven en las arcas nacionales y en el poder sociopolítico la mejor forma de defender sus intereses y desarrollar su idea de organización social, según lo que importan de otras naciones.
Rodeando este pequeño islote encerrado, introvertido y endógamo, aparece el amplio océano de los desposeídos; aquellos a quienes Osorio Lizarazo denomina como clases oprimidas, que viven entre la miseria y el desaseo, entre el olvido estatal y la lucha cotidiana por la supervivencia en una urbe inescrupulosa o en un medio rural desdeñado y subvalorado.
Una vez planteado este esquema de organización al interior de la sociedad colombiana, Osorio Lizarazo define su posición como representante de esa segunda parte, de aquel inframundo ignoto del que poco se sabe y poco quiere saberse. Se elige en vocero de los que no tienen voz; pero no desde el púlpito o desde la tribuna, sino desde su propio espacio: un espacio apartado de la política y de los grandes hombres de gobierno.
Aislado como permanece, no consigue ascender en la escala social ni introducirse en las altas esferas de poder; debe limitarse a ser un observador, a proponer desde sus vivencias. Es escritor o cronista, no político ni reformista. Y desde esa postura desarrolla su obra, cargada de resquemores, amargas experiencias, profundas decepciones y débiles esperanzas en un pueblo indolente.
A diferencia de otros escritores colombianos –por ejemplo de García Márquez-, no es preocupación de Osorio Lizarazo brindarle confort a sus lectores. Plasma violentamente la realidad que ha tenido en suerte vivir, sin mayores sutilezas, con descripciones descarnadas y voces que se debaten en medio de un marasmo desde el que no se puede ver un porvenir que sea sinónimo de mejoría.
Muestra la cara sucia de Bogotá, la que se esconde entre los pasajes y en las salas de los hospitales. Presenta un panorama de execrable inequidad e injusticia que se apoya, por una parte, en el total desconocimiento y desinterés de los gobernantes por ese tipo de situaciones, y, por otra, en una indolencia o incapacidad de lucha de aquellos que se encuentran bajo el yugo de la más cruda pobreza.
Es una mirada escéptica, pesimista también, de una realidad que no presenta signos de mejoría. Es un testimonio de una Bogotá aún pequeña, pero ya cargada de problemas que no encontrar solución en muchos años. Una visión desde adentro de la ciudad en que habitamos y que nos habita por dentro.