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martes, 4 de septiembre de 2012

CIRCULAR 01-2012: PROHIBICIÓN DE ACEPTACIÓN DE ESTUDIANTES NO INSCRITOS O MATRICULADOS EN CLASE





Circular 01 de 2012

Secretaría de Sede

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA



FECHA:            26 de julio de 2012      

PARA:              Decanaturas, Secretarías de Facultad y Direcciones Curriculares.         

ASUNTO:         Prohibición de aceptación de estudiantes no inscritos o matriculados

DE:                  Secretaría de Sede

Dado que permanentemente se está consultando en esta Secretaría respecto de los docentes que permiten la asistencia a sus cursos de estudiantes sin estar inscritos, con la expectativa de regularizar su situación más adelante la Secretaría de Sede, informa que:
1.     El Acuerdo 008 de 2008 del Consejo Superior Universitario ESTATUTO ESTUDIANTIL, no contempla “adiciones extemporáneas de asignaturas” y tal como se encuentra reglamentado en el artículo 17 de este norma, los estudiantes pueden adicionar libremente nuevas asignaturas o actividades académicas, dependiendo de los cupos disponibles, durante las dos primeras semanas de cada periodo académico.
2.     El Acuerdo 020 de 2011 del Consejo Superior Universitario, modificó el artículo 1° del Acuerdo 012 de 2009, excluyendo del listado de trámites el ítem “Adición Extemporánea por Asignatura (después de las dos primeras semanas de cada periodo académico)”, debido a que por su existencia las sedes incluían en sus calendarios la posibilidad de adicionar asignaturas en fechas que resultan inconvenientes, dado que las asignaturas tienen una asistencia mínima que no se logra cumplir en la eventualidad de que se apruebe la adición en las citadas fechas.
3.     El Consejo Superior Universitario, después de analizar un caso similar, concluyó que esta situación es irregular pues los docentes de la Universidad Nacional de Colombia solo pueden asesorar académicamente (y por tanto hacer recomendaciones a los cuerpos colegiados o asignar notas) a los estudiantes que se encuentren debidamente matriculados en el respectivo programa curricular, y por último señaló que se trata de una conducta irregular y por lo tanto disciplinable a la luz de las normas vigentes en esta materia.
Con base en lo anterior, es claro que:
A. Los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia, solo pueden adicionar asignaturas durante las dos primeras semanas de clase.
B. Los estatutos de la Universidad Nacional de Colombia no contemplan la “adición extemporánea de asignaturas” (después de las dos primeras semanas de clase) y por tanto, los docentes no deben permitir la asistencia a sus clases de estudiantes que no estén debidamente matriculados e inscritos en la correspondiente asignatura.
C. El Consejo Superior Universitario ha señalado que conductas como estas son irregulares, y por lo tanto, son disciplinables a la luz de las normas vigentes en esta materia.
Por último, esta Secretaría solicita, que con el fin de que no se sigan presentando estos inconvenientes:
I- Los docentes descarguen al inicio del periodo académico, a través del Sistema de Información Académica, el listado oficial de inscritos en sus asignaturas, y en razón a que el estatuto contempla que los estudiantes pueden adicionar asignaturas durante las dos primeras semanas del periodo académico, éste sea revisado nuevamente al inicio de la tercera semana del semestre, y únicamente a estos estudiantes se les debe permitir la asistencia a clase y la asignación de notas.
II- Las facultades tomen las medidas pertinentes y orienten a los estudiantes para que antes de finalizar el periodo oficial de adiciones y cancelaciones (dos primeras semanas de clase), revisen las asignaturas inscritas y solucionen los inconvenientes que frente al asunto en referencia puedan presentar.



(original firmado por)
JIMMY MATIZ CUERVO
Secretario de Sede

martes, 10 de abril de 2012

RESEÑA DEL LIBRO: Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo

RESEÑA DEL LIBRO: Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México, FCE, 1993. 315 pp.



Este libro cuenta con once capítulos. En la  Introducción (primer capítulo), Anderson aclara algunos de sus puntos de partida y premisas de arranque, entre las que él destaca que “la nacionalidad es el va­lor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo” (p. 19); también, afirma que no exis­­te una definición ‘científica’ de nación; esto lo lleva a concluir que “la nacionalidad, o la ‘calidad de nación’, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular” (p. 21). Así pues, el objetivo de este libro es el de “demostrar que la creación de estos artefactos, a fines del S. XVIII, fue la destilación espontánea de un ‘cruce’ complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron modulares, capaces de ser transplantados, con grados variables de auto­conciencia, a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad correspon­dien­te­­men­te amplia de constelaciones políticas e ideológicas” (p. 21). Esto como una forma, también, de de­s­embocar en las razones por las cuales estas construcciones o creaciones han generado tanto ape­go.
A la hora de definir nación, Anderson dice que es “una comunidad política imaginada como inherente­men­te limitada y soberana” (p. 23). Limitada en tanto “ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad” (p. 25); soberana, porque se imagina libre bajo un Estado soberano; y como comu­ni­dad porque su cohesión radica en una unión horizontal.

En los capítulos 2 al 7, Anderson enfoca su atención e intenta delinear los procesos por los que la na­ción llegó a ser imaginada y, una vez imaginada, modelada, adaptada y transformada. Así es como en el capítulo 2, titulado Raíces culturales, analiza la influencia de la comunidad religiosa y el reino di­nás­ti­co en el proceso de creación de pensamiento nacionalista; para la primera, acentúa la importancia de la impotencia de la lengua sagrada para funcionar como lengua nacional; en cuanto al reino dinástico, re­cuerda que su legitimidad fundamental no tenía nada que ver con la nacionalidad. Luego, en ese mis­mo capítulo, hace referencia a las conexiones imaginadas, mediante espacios de tiempo vacío ho­mo­gé­neo (novelas y periódicos). Resumiendo, para que se pudiera imaginar la nación, tuvieron que de­sa­pa­re­cer el acceso privilegiado a una lengua escrita, la organización en torno a un centro elevado y la con­cep­ción de temporalidad continua e indivisible.
En el tercer capítulo, El origen de la conciencia nacional, se centra en la importancia del capitalismo im­preso como uno de los motores que ampliar la posibilidad de comunicación entre los habitantes de di­versos territorios, así como lograr brindar imágenes simultáneas y completas de realidades aún en cons­trucción.  Las lenguas impresas, entonces, pueden ser entendidas como base de la conciencia nacio­nal en: (1) campos unificados de intercambios y comunicaciones, (2) Fijeza del lenguaje (noción de antigüedad) y (3) lenguaje de poder.
Para el capítulo cuarto, Los pioneros criollos, se centra en los aportes de éstos en la definición y cons­truc­­ción de nuevas comunidades imaginadas a partir de que eran (los criollos) una comunidad colonial, una clase privilegiada (unida a partir de la exclusión que sufrían desde la metrópoli), así como que se cons­tituyeron en un grupo social visible, mediante la producción de su propio lenguaje, sus propios có­di­gos, y sus propia producción (periódicos, literatura local, etc.).
En el capítulo quinto, cambia de escenario y regresa a Europa en la que puede observar cómo una len­gua impresa nueva se lograba constituir como lengua nacional antigua, a partir de una invención cons­cien­te (“pirateada”) de ese pasado. En ese sentido, los textos impresos (y la alfabetización) funcio­na­ron co­mo base de apoyo de la soberanía de una colectividad de hablantes y lectores.
El sexto capítulo, El nacionalismo oficial y el imperialismo, retoma la “revolución lexicográfica de Eu­ro­pa”, mediante la cual las lenguas se habían convertido en propiedad personal de grupos muy es­pe­cí­fi­cos. Partiendo de aquí, entra en la cuestión referente a los nacionalismos oficiales, retenciones del po­der dinástico bajo el principio nacional. Estos nacionalismos, surgidos desde mediados del S. XIX, po­dían funcionar en dos esferas. La externa (colonialista-imperialista) implicaba una aculturación (“mestizaje mental”, p. 153) de los habitantes/ nativos de los territorios colonizados, con una subsi­guien­te jerarquización y subor­di­na­ción de éstos a la metrópoli. En el plano interno, daba pie para una diferenciación entre el nacionalismo oficial y los nacionalismos lingüísticos populares, estos últimos caracterizados por ser la respuesta de grupos nacionalistas emergentes.
En La última oleada, séptimo capítulo, se parte de la premisa de que “tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, la marea de la nación-Estado alcanzó su máximo nivel”.  Para sostener esto, Anderson argumenta que el nacionalismo imperialista es una adaptación del dinastismo decimonónico, fundando su legitimad ahora no en un poder divino sino en una base popular. Si se recuerda una de las afirmaciones del autor en la introducción (la relativa al carácter modular la “nación”), el nacionalismo en el siglo XX se hace adaptable mediante la articulación entre nacionalidad y conciencia política.
Para el caso de las colonias asiáticas y africanas, Anderson, apoyándose en múltiples ejemplos, concluye que sus nacionalismos surgieron como reacción al imperialismo mundial, mientras que en Europa los nacionalismos se debían, por el contrario, a una “naturalización de las dinastías”.

Lo que podría ser entendido como la segunda parte de este libro trata de explicar las razones por las cuales estas organizaciones y construcciones generaron tanto apego en la población. Por una parte vincula el surgimiento del racismo con las políticas coloniales (la rusificación, las jerarquizaciones, etc.). Esto lo hace en el octavo capítulo, Patriotismo y racismo.
En el noveno, a partir de una metáfora de Benjamin, adapta las posibles connotaciones de esa metáfora a sus argumentos, invitando a tener en cuenta el papel de “las ruinas pasadas” en la construcción de un ideal a futuro.
En el décimo, El censo, el mapa y el museo, analiza cada uno de estos instrumentos y concluye que fueron utilizados para generar en la población una imaginación de los dominios, así como consiguió generar categorías de identidad (más raciales que religiosas), unidades territoriales específicas delimitadas (con su respectivo emblema nacional) y una tradición a partir de la reconstrucción de iconos del pasado. Estos tres instrumentos permitieron al Estado colonial tardío llevar a cabo una seria­li­zación y una cuantización de los elementos presentes en su población, a partir de modelos están­dar que basaban su importancia en su replicabilidad.
El último capítulo, La memoria y el olvido, habla de los espacios nuevos y los espacios viejos, es decir, el intento de las comunidades nuevas por ser paralelas y comparables a sus antiguas metrópolis. Así mismo, recuerda la idea de Renan relativa a la necesidad del olvido a la hora de construir un pueblo nuevo. Olvido que radica en un despertar, y en un deber cívico para con la sociedad.
Finaliza el capítulo –y el libro- llamando la atención sobre la forma como, mediante una reelaboración de la naturaleza de los pueblos, se logra legitimar, justificar y perdonar las muertes por la causa nacional. Justificaciones claramente retrodictivas.

REPORTE DE LA LECTURA: Hobsbawm, Eric. Naciones y nacionalismo desde 1780.

REPORTE DE LA LECTURA: Hobsbawm, Eric. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona, Crítica, 1997. 212 págs. 


Este libro cuenta con una introducción y seis capítulos. En la Introducción, Hobsbawm aclara algunos de sus puntos de partida y premisas de arranque, entre las que destaca el hecho de que “el sentido moderno de la palabra [nación] no se remonta más allá del S. XVIII” (p. 11); también que “al abordar la cuestión nacional es más provechoso empezar con el concepto de la nación (es decir, con el naciona­lis­mo) que con la realidad que representa” (p. 17). Así mismo, aclara por tanto, que el nacionalismo antecede a las naciones, lo que lo lleva a afirmar que “las naciones y los fenómenos asociados con ellas deben analizarse en términos de las condiciones y los requisitos políticos, técnicos, administrativos, económicos y de otro tipo” (p. 18).

En el primer capítulo, titulado La nación como novedad: de la Revolución al Liberalismo, pueden verse dos grandes partes. La primera, como el mismo autor la llama, consiste en una Begriffsgeschichte de los términos nación, tierra, patria, entre otros, para lo cual se vale de una serie  de diccionarios y enci­clo­­pedias mediante cuyas definiciones logra brindar al lector una idea de la evolución del término y de sus significados. Una segunda parte está compuesta por su intento de definir la teoría burguesa liberal de la “nación”. Para ello vincula este concepto de nación con el relativo a la economía nacional, cuyo fo­mento sistemático por el estado –en el marco del siglo XIX europeo- quería decir proteccionismo.
Citando a List (1827) y a otros, caracteriza el concepto liberal de nación diciendo que ésta (la nación) “te­nía que ser del tamaño suficiente para formar una unidad de desarrollo que fuese viable” (p. 39), lo que conlleva a una subsecuente jerarquización por tamaños y a una relevancia cada vez mayor del pro­ce­so (o, por lo menos su capacidad potencial) de expansión que la nación lleve a cabo.
De esta caracterización, Hobsbawm presenta lo que se podría denominar como los criterios que per­mi­tían que un pueblo fuera clasificado firmemente como nación (pp. 46 y ss.); estos son, a saber, la aso­cia­ción histórica con un estado, la existencia de una antigua élite cultural y la probada capacidad de conquista.
El autor concluye el capítulo exponiendo las justificaciones de la burguesía liberal en lo referente al nuevo concepto de nación. Dos pequeñas citas para ilustrar estos argumentos: “debido a que la nación misma era una novedad desde el punto de vista histórico, era blanco de la oposición de los conservadores y los tradicionalistas y, por consiguiente, atraía a sus adversarios” (p. 49); y “Los argumentos favorables a la nación decían que representaban una etapa en el devenir histórico de la sociedad humana, y los argumentos a favor de la fundación de un estado-nación determinado […] dependían de que pudiera demostrarse que encajaba en el evolución y el progreso históricos o los fomentaba”.

El segundo capítulo, Protonacionalismo popular, se encarga de analizar sistemáticamente algunas de las características de este fenómeno, entre las que se encuentran la cuestión de la lengua nacional, la et­ni­cidad, la religión y la “conciencia de pertenecer o haber pertenecido a una entidad política duradera” (nación histórica). Sobre la primera, Hobsbawm anota que ésta surge tras una construcción de un idioma estandarizado, diferente a la lengua materna, cuyo concepto es literario, mas no existen­cial. Sobre lo segundo –la etnicidad-, plantea sus tres características: (1) división más horizontal que vertical, (2) la etnicidad visible tiende a ser negativa y (3) la etnicidad negativa no puede entenderse como protonacionalismo. Sobre la religión, más que centrarse en su importancia como marco metafísico de comunión colectiva, recalca la importancia de las imágenes y los rituales vinculados a ella, como un puente entre la población y el estado. Sobre lo último –nación histórica- Hobsbawm sugiere que esta conciencia surge más en un ámbito de elite, que permite a los grupos socioeconómicos dominantes desarrollar su propia identidad en oposición a otros grupos semejantes.
Así, concluye el autor este capítulo afirmando que el protonacionalismo no lleva mecánicamente al desarrollo de un nacionalismo pero que, no obstante, funciona en tanto alista el terreno para su ulterior aparición.

Si en el capítulo anterior se centró más que todo en una visión desde debajo de la “nación”, en el tercer ca­pítulo, La perspectiva gubernamental, su punto de vista es el de los gobernantes. Así pues, plantea una de las cuestiones que aparece en el escenario político y cuya solución debe ser encontrada por los go­bernantes. Esta cuestión es la relativa al objetivo de abarcar o tratar de llegar a toda la población des­de el centro de poder. En este sentido aparecen dos problemas: (1) Cómo cubrir toda la población y (2) (a) cómo lograr la lealtad al estado y al sistema gobernante y (b) cómo lograr una identificación con ellos.
De esta manera, se desemboca en la problemática que alude a la participación (activa o pasiva) del ciu­da­dano, es decir, del individuo que se hace partícipe de esa nación en construcción. Se plantean va­rias res­puestas en el marco de esa relación ciudadanía-nacionalidad, que se enmarcan también en la relación con­ciencia de clase (derechos civiles y lucha de clases) y patriotismo (potencial, de estado).
No puede verse este patriotismo de estado como antecedente o causa de la xenofobia popular. Lo que se buscaba con éste era, básicamente, construir y desarrollar patrones de identificación dentro de la población. Así pues, Hobsbawm encara el punto referente al nacionalismo lingüístico, el cual se refería esencialmente “a la lengua de la educación pública y el uso oficial”  (p. 105). Desde esta perspectiva, concluye, puede verse que la lengua nacional surge de una elección política, de un intento por crear medios adecuados que lograran sostener una idea de nación.

El cuarto capítulo, La transformación del nacionalismo, 1870-1918, lo usa Hobsbawm para caracte­ri­zar este fenómeno durante ese periodo histórico europeo. Así, menciona sus principales características: (1) Abandono del principio del umbral (referente al tamaño del territorio y la población); (2) la et­ni­ci­dad y la lengua se convierten en criterios centrales y (3) presenta un marcado desplazamiento ha­cia la derecha política. Al mismo tiempo, en esta fase puede verse el descubrimiento (e invención) de la tradición popular, aunque aún no totalmente vinculada con intenciones nacionalistas. De igual forma, este periodo experimenta la introducción del concepto de raza, como criterio para definir una nación.
Dos fenómenos caracterizan también a este periodo: (1) el aumento en las tasas de migración y (2) la progresiva democratización de la política, que llevó a “la creación del moderno estado administrativo, movilizador de ciudadanos y capaz de influir en ellos” (p. 119). Así pues se desarrolla una doble corriente: por un lado de defensa ante una amenaza externa y, por el otro, una combinación –en el marco interno- de las exigencias sociales y nacionales. Esto conllevaría a una articulación de una conciencia social, una conciencia nacional y una conciencia política, que influiría en el ulterior desarrollo y apogeo del nacionalismo.

Es tras la Primera Guerra Mundial, que se da un fortalecimiento de la economía nacional autárquica. En este marco se desarrolla el capítulo quinto, El apogeo del nacionalismo, 1918-1950. Es precisamente en este periodo en el que aumenta y se fortalece la propaganda nacionalista (a través, por ejemplo, de las competencias deportivas internacionales). Surge el fascismo; pero con éste, su par antagónico, el nacionalismo antifascista. Cada uno de ellos determinado por el desarrollo de la articulación entre conciencia política, conciencia nacional y conciencia social.

El sexto y último capítulo, El nacionalismo en las postrimerías del siglo XX, se desarrolla bajo la premisa de que “hoy día todos los estados son oficialmente nacionales”. En ese sentido, ya desde los primeros párrafos puede advertirse que el problema o la cuestión nacional ha perdido mucha de su fuerza como motor de la historia en estas postrimerías del siglo XX. Para demostrar esto, expone varios ejemplos. Uno de ellos es el desmembramiento de la URSS, cuyas causas se debieron más a dificultades económicas que nacionales.
Al mismo tiempo, pero desde otro enfoque, plantea que el nacionalismo es más un pretexto que una causa profunda; es decir, para el caso del nuevo despertar de la xenofobia y de los fundamentalismos, el nacionalismo juega allí un papel de fachada que esconde tras de sí una “protesta contra el statu quo”, que intenta culpar a “los otros” de las dificultades económicas y políticas por las que atraviesan.
Refiriéndose a la economía nacional, Hobsbawm observa que ésta cada vez es menos nacional (en tanto menos autárquica) y cada vez más internacional (en tanto dependiente de alguna entidad económica mayor). Esto influye también en el carácter de los movimientos separatistas, cuyo fundamento y justificación dependen ahora mucho más de causas internacionales (aceptación, apoyo, etc.) que de causas estrictamente internas. En ese sentido, ya no puede verse el nacionalismo como un plan político mundial ni, reitero, como la fuerza motor de la historia.

domingo, 11 de marzo de 2012

OSORIO LIZARAZO: CRÓNICAS DE UNA MISERIA URBANA


 INTRODUCCIÓN
El trabajo que aquí se plantea busca hacer una aproximación a algunas facetas de la realidad urbana colombiana a partir de una serie de crónicas periodísticas escritas por el escritor bogotano José Antonio Osorio Lizarazo entre 1926 y 1947.
El criterio de elección de estas crónicas siguió un centro planteado en torno a cuatro ejes temáticos, a saber: (1) clases oprimidas y miseria urbana, (2) burocracia, (3) creencias y supersticiones y (4) modernidad sin modernización. Para su análisis, tomaré cada uno de los ejes por separado, destacando en cada uno de ellos lo que Osorio Lizarazo expone y opina. Esto con el fin de desembocar en una sucinta síntesis final que brinde un panorama aproximativo de la situación colombiana durante las décadas en que fueron escritas las crónicas.
A continuación presento un cuadro explicativo en el que expondré las crónicas elegidas, así como el área a la que considero se refieren:

Título de la Crónica

Tema al que alude

Año de publicación
Carnaval de Espíritus
1
1926
Mansiones de Pobrería
1
1926
La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz
3
1939
Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918

1

1939
Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector

1

1939
Mariana Madiedo, la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte

3

1939
Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar a Bogotá

4

1940
La usura en Bogotá
1
1946
Menosprecio del tiempo
2
1947
El aeroexpreso
2
1947
El “subway” de Bogotá
4
1947
El hombre rural
1
1947
Fracaso de una política
4
1947

Todas estas crónicas fueron tomadas de una selección hecha por Santiago Mutis Durán[1] en la que en una amplia introducción contextualiza al autor en su época y hace un recorrido por toda la crítica literaria que sobre Osorio Lizarazo se ha hecho, aprovechando para llamar la atención sobre la importancia del autor bogotano en las letras colombianos, como aquel que fue capaz de narrar los sucesos cotidianos de los menos favorecidos, adentrándose en las características y problemas de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX.
No obstante, antes de comenzar considero pertinente estudiar un poco la naturaleza de las crónicas: su forma, el contenido implícito de ésta y sus implicaciones. Para esto voy a apoyarme en lo que explica Hayden White en su libro El contenido de la forma, primer ensayo[2].

 LAS CRÓNICAS DE OSORIO LIZARAZO

Es claro que no se pueden entender las crónicas de Osorio Lizarazo como aquéllas que durante el medioevo fueron escritas como una manera de ir registrando los hechos de los grandes hombres. En estas últimas primaba un deseo de enaltecer a la autoridad, pero sin permitir que la voz narrante se inmiscuyera en la narración de los hechos; además, eran escritas a medida que sucedían los acontecimientos que se relataban, convirtiendo el texto en un escrito sin fin que, tras la muerte del cronista, podía ser continuado por otra pluma que así se lo propusiera. Es decir, a pesar del sentido que se le buscaba dar (el enaltecimiento de la autoridad, el camino marcado a los hombres por la Providencia, etc.), eran relatos inconclusos que carecían de cierre “dramático”, sumario del significado de la cadena de acontecimientos. En otras palabras, no había dentro de las crónicas un hecho o una suerte de hechos que tuvieran prelación sobre los otros a la hora de organizar la narración, sino que simplemente se iban relatando.
En el caso de las crónicas de Osorio Lizarazo, éstas revisten un cariz bien diferente. Son, primero, crónicas periodísticas, cuyo afán es dar a conocer a un amplio público un acontecimiento, una condición, un hecho acaecido; no van tras un afán de historiar un espacio y tiempo determinado más allá de lo que se les impone como límite: el espacio físico con que cuentan en el diario, la atención limitada del lector y la necesidad de narrar algo puntual y específico de la forma más integral posible. No obstante, suelen coincidir con las crónicas medievales en cuanto a su organización cronológica; es decir, lo que se va narrando se hace de manera que siga la línea dibujada por el tiempo.
Por otra parte, para el caso especial de Osorio Lizarazo, las crónicas revisten una intencionalidad clara, un uso consciente del espacio para transmitir un mensaje, una denuncia. No son textos ingenuos y él no pretende serlo. Describe la realidad tal como la percibe, pero añadiendo en sus escritos un discurso que toma los hechos como punto de apoyo y argumento fehaciente que le da la razón a la hora de presentar sus críticas y elaborar sus propuestas.
Para el caso específico de la novela, Osorio Lizarazo ve en ella un “instrumento adecuado para despertar una sensibilidad y para formar un ambiente propicio a obtener la afirmación de un equilibrio y de una justicia sociales”[3]. Y puede extrapolarse esta intencionalidad a la escritura de las crónicas. En ellas, centra su atención sobre elementos que logran dar a conocer una faceta desconocida de la realidad cotidiana, como una manera de despertar la necesidad de reaccionar frente a ella.
Otra de las cuestiones dignas de mención y observables en las crónicas de Osorio Lizarazo es el cierre que siempre se encuentra en ellas y que no sólo marca un final sino, también, una finalidad. Entendiendo las crónicas de Osorio Lizarazo como una especie particular de relatos históricos (en tanto se desarrollan bajo una dimensión cronológica, buscando respuestas al comportamiento humano a través de ésta y dejando plasmado un testimonio de una época vivida), puedo decir, siguiendo palabras de White, que “la exigencia de cierre en el relato histórico es una demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de acontecimientos reales en cuanto a su significación como elementos de un drama moral”[4].
De esta manera, pueden entenderse las crónicas de Osorio Lizarazo como herramientas o medios de transmisión de posturas ideológicas-gnómicas[5] que buscaban trazar, a los lectores, el camino de su opinión y su accionar. No son simples testimonios objetivos que destacan por la vida que se percibe en sus descripciones; por el contrario, son textos de origen subjetivo arreglados de tal manera que puedan brindar, con cierta sutileza, un mensaje premeditado, dirigido a un público determinado en un momento determinado.
Con este precedente, ahora sí, continuaré con lo planteado en la Introducción (ver supra).

CLASES OPRIMIDAS Y MISERIA URBANA

No es difícil asociar el nombre de Osorio Lizarazo –cuando éste algo dice- con la necesidad de dar a conocer la miseria creciente y galopante de la urbe colombiana de mediados del siglo XX. Casi todos los críticos importantes que menciona Santiago Mutis Durán en la Introducción del libro antes citado[6] hacen alusión a la preocupación constante de este autor bogotano por plasmar en sus escritos aquella cara desconocida –a veces ignota- de la realidad urbana de Colombia.
Sus crónicas no son la excepción. A pesar de que destina alguna de ellas a temas de diferente índole, la cuestión de la miseria en la que viven las clases menos favorecidas es un punto recurrente al que retorna desde diversas perspectivas.
En “Mansiones de Pobrería”, crónica de 1926, se adentra en los pasajes bogotanos, pequeñas callejuelas infectas en las que, de cualquier manera, residían aquéllos que de una u otra manera se  habían visto cobijados por la realidad de la pobreza y el desaseo. Destaca en este texto el deseo de Osorio Lizarazo por retratar la suciedad de estos lugares, la indolencia de sus habitantes –en tanto falta de acción contra la miseria-, así como la diversidad existente en este entorno, en el que convivían juntos diferentes tipos de pobres, cada uno con una historia particular; esto le permite sugerir, sutilmente, una cierta jerarquización al interior de este grupo social menos favorecido.

Será en “Las escenas …”, de 1939, cuando hará alusión a la incapacidad del Estado de proveer una infraestructura suficiente que pueda combatir el desaseo y la alta tasa de mortalidad que desangra la población bogotana. Asimismo, es de resaltar el hecho de que esta crónica fue escrita 21 años después de la mencionada peste; tiempo suficiente para olvidar muchos detalles pero, también, para reelaborarlos y acomodarlos a una idea más amplia que lograse incluir en sí un mensaje y una denuncia mucho más consolidados e intencionales.
Reiterará esa idea de la incapacidad del Estado colombiano a la hora de defender al pueblo sobre el que gobierna en una crónica de 1946, “La usura en Bogotá”, a través de la cual denunciará la labor mezquina de las casas de empeño y compra-venta, y la ineficacia de la administración y legislación públicas al intentar detener tal labor, en especial al crear  el Banco Prendario Municipal, destinado a sólo aquéllos que disponían de una cierta base económica.

Ya desde 1939 –o incluso desde antes- es visible el intento de despertar en las clases oprimidas una conciencia de su naturaleza, de sus posibilidades y sus potencialidades. Pero no es un llamado fervoroso, sino, más bien, una mención que hace a través del protagonista de una de sus crónicas –Pablo Emilio Mancera-, al tiempo que aprovecha para recordar la naturaleza indolente del pueblo.
Finaliza esta serie de crónicas alusivas a la miseria urbana –dentro de las por mí elegidas- “El hombre rural”, de 1947. En ésta se hace patente la diferenciación clara y tangible entre las masas populares rurales y urbanas; cada una de ellas pertenecientes a medios opuestos, a realidades distantes y distintas, pero que comparten en su seno una misma miseria que, sin mayores sutilezas, Osorio Lizarazo atañe al abandono estatal.
Entre los problemas que este autor bogotano reconoce en la dinámica rural se encuentran los altos costos de transporte y la cuestión irresuelta de la sanidad. Sobre éstos se apoya para explicar el porqué de las migraciones campo-ciudad, fenómeno que alimenta la miseria urbana, al engrosar las filas de las clases oprimidas.

BUROCRACIA

Como víctima directa de la insoportable burocracia, Osorio Lizarazo, a través de dos de sus crónicas, presenta sus impresiones y sustenta sus críticas a esa cultura del trámite innecesario, cada vez más común en una ciudad en pleno crecimiento.
En “Menosprecio del tiempo”, de 1947, el autor se detiene a contar los minutos perdidos en diversos trámites. Sumando unos con otros, logra llegar a las diez horas perdidas entre diligencias y esperas. A pesar de que no todas estas pérdidas tienen su origen en trámites burocráticos, Osorio Lizarazo no escatima esfuerzos a la hora de criticar el sin sentido inherente a muchos de éstos.

Resalta en esta crónica la idea de un tiempo que es oro, de valor intrínseco por su naturaleza efímera. Puede verse cómo el autor mismo ya está imbuido en la dinámica del tiempo capitalista, tiempo de producción, valioso en sí por su capacidad de generar cierto tipo de interés, en tanto  posibilidades de llevar a cabo otro tipo de labores.
Para “Un aeroexpreso”, crónica del mismo año que la anterior, se reitera lo planteado ya, aunque detallando mucho más toda esa suerte de papeleos inútiles y vueltas en círculos que sólo consiguen hacerle perder más tiempo.

Más que un tema central dentro de los que desarrolla en su obra en general, y en las crónicas en particular, la burocracia es un punto sobre el que transita para, a partir de allí, confirmar las deficiencias de un Estado incompetente. Se refiere a la burocracia como producto de una política caótica, una administración desorganizada y una carencia de modernización real más allá de la idea teórica de modernidad de su tiempo.

CREENCIAS Y SUPERSTICIONES

Osorio Lizarazo reserva un espacio, dentro de sus escritos, para hablar sobre algunas de las creencias y supersticiones en la Bogotá de mediados de siglo XX. En dos de las crónicas aquí trabajadas hace hincapié en la importancia de las “artes adivinatorias” de determinados personajes que configuran el panorama urbano.
Así es como, en la crónica “Mariana Madiedo…”, menciona la relevancia de la imagen de esta mujer dentro de la historia de Bogotá; cómo, a través de su labor de pitonisa, pudo labrar el futuro de diversos personajes que la visitaron.
De igual manera, en “La vida misteriosa…”, retoma la dimensión supersticiosa de la población, tan cargada de creencias y esoterismo que definían, en buena medida, sus actitudes y comportamientos.

Pero tras el velo de todo esto, Osorio Lizarazo consigue exponer algunas de sus ideas. Es el caso de la entrada intempestiva de lo que se podría denominar comportamiento “moderno”; una serie de actitudes y actos que van en contra de un conjunto de costumbres y creencias arraigadas desde tiempo atrás en la población y que lograron, a su manera, debilitar una estructura de imaginarios ya constituidos.
De una manera soterrada, que en otros escritos se verá más clara, se remite una vez más a la entrada de toda una marejada de influencias extranjeras y extrañas, aprovechando para enfatizar en la pérdida de valores que esto acarrea consigo.  No consiste tanto en enaltecer las viejas costumbres como en criticar, desde el testimonio de los personajes que habitan sus crónicas, la llegada de ideas antes impensables.

A pesar de no versar específicamente sobre creencias o supersticiones, la crónica “Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá”, ilustra muy bien lo que aquí se plantea. El protagonista del escrito afirma, refiriéndose a una gira que hizo por Colombia en la que enseñaba a la gente los nuevos bailes que venían de Europa: “Me hicieron una guerra… En Tunja, por ejemplo, casi me apedrean. Iba a enseñar bailes y rompía con eso muchas tradiciones e innumerables prejuicios”[7].
No es clara la postura de Osorio Lizarazo frente a la entrada de nuevos influjos provenientes de tierras lejanas y, en su mayoría, desconocidas. Parece tajante enemigo de iniciativas que afectan el nivel de vida de la gente o la política económica del país[8]. Pero en el fondo lo que le molesta no es que se traigan conceptos del exterior, sino que los gobernantes no se tomen la molestia de conocer y reconocer las condiciones reales en las que vive la gente.
Entonces, resumiendo, el problema que se plantea Osorio Lizarazo no es tanto el de la pérdida de las creencias y supersticiones arraigadas en el pueblo, sino el que éstas, acompañadas por muchos otros factores que definen la cotidianidad urbana, no sean tomadas en cuenta por gobierno alguno y, que al ignorárseles, se impongan toda una serie de medidas importadas que no logran solucionar nada.

MODERNIDAD SIN MODERNIZACIÓN

Uno de los puntos recurrentes en las crónicas de Osorio Lizarazo, implícita o explícitamente, es la cuestión que hace referencia a la aparición en Colombia de una afán de modernidad  carente de una base material que sirva de sustento para la adaptación de tales ideas. A esto es a lo que denomino como modernidad sin modernización.

Una de las muestras más representativas de esta postura se encuentra plasmada en la crónica “El ‘subway’ de Bogotá”, escrita para testimoniar las intenciones del gobierno de construir un subway bajo la Calle Real (carrera séptima), como una manera de solucionar el problema de transporte en la capital del país. A esto responde Osorio Lizarazo, acusando a tal iniciativa de ser muestra de una “mentalidad de nuevo rico (sin dinero)” (p. 395), caracterizando a los bogotanos, de paso, como “ostentosos y presumidos por encima de nuestras posibilidades (p. 395).
Pero se repite el punto ya mencionado en el apartado anterior; no se culpa a la idea de querer hacer un subway, sino a presentarlo como obra básica y urgente existiendo una gran cantidad de otras labores mucho más necesarias. Al respecto, explica Osorio Lizarazo:

“Y con tanta deficiencia, en tan precarios medios de vida, sin servicios tan urgentes, como los de teléfonos, policía o crematorios, nuestras autoridades planean un túnel e muchos millones […] Un criterio de exhibicionismo, de suponer que las obras esenciales han de ser suntuarias y no de beneficio público, de vanidosa ostentación de glaxo, es el predominante en algunos sectores de la administración” (p. 396).

Y más adelante concluye:
“Si se quiere copiar algo del extranjero, que sea una empresa útil y provechosa, de beneficio social, de higienización y no de un suntuarismo ostentoso” (p. 398).

Se plantea así la diferenciación entre, por un lado, el país imaginario de los gobernantes, lleno de vanidosa ostentación e inútiles bienes suntuarios y, por el otro, el mundo real, el del drama cotidiano; este último, precisamente, en el que se desenvuelve la existencia de este autor bogotano golpeado por la inequidad y la falta de oportunidades para ascender en la escala social.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

Siguiendo lo mencionado en páginas anteriores en torno a los cuatro ejes temáticos elegidos, pueden observarse varios puntos de común confluencia en éstos. Hay cuestiones que aparecen en los cuatro campos; a veces soterradamente, a veces con una intención clara de mostrarse y darse a conocer.
Sobre estos puntos de común confluencia puede trazarse un esbozo de panorama de la realidad urbana en la Colombia de mediados de siglo XX. Pero se debe tener en cuenta que éste no puede ser más que una alegoría de aquellos tiempos pretéritos. Y es precisamente a través de ejercicios como el que aquí se presenta que se busca aportar imágenes que alimenten esa idea de pasado y  ayuden a su elaboración.
Sin caer en lo maniqueo, Osorio Lizarazo presenta un panorama fragmentado de la realidad colombiana, compuesto por dos extremos lo suficientemente opuestos como para que exista entre ellos un enfrentamiento latente.

Por una parte esta el país de los gobernantes, del que hace mención al referirse a lo absurdo de ciertas políticas, al abandono estatal y a la particular imagen que éste tiene de lo real cotidiano. Componen este país de los gobernantes toda una suerte de políticos y burócratas que ven en las arcas nacionales y en el poder sociopolítico la mejor forma de defender sus intereses y desarrollar su idea de organización social, según lo que importan de otras naciones.
Rodeando este pequeño islote encerrado, introvertido y endógamo, aparece el amplio océano de los desposeídos; aquellos a quienes Osorio Lizarazo denomina como clases oprimidas, que viven entre la miseria y el desaseo, entre el olvido estatal y la lucha cotidiana por la supervivencia en una urbe inescrupulosa o en un medio rural desdeñado y subvalorado.

Una vez planteado este esquema de organización al interior de la sociedad colombiana, Osorio Lizarazo define su posición como representante de esa segunda parte, de aquel inframundo ignoto del que poco se sabe y poco quiere saberse. Se elige en vocero de los que no tienen voz; pero no desde el púlpito o desde la tribuna, sino desde su propio espacio: un espacio apartado de la política y de los grandes hombres de gobierno.
Aislado como permanece, no consigue ascender en la escala social ni introducirse en las altas esferas de poder; debe limitarse a ser un observador, a proponer desde sus vivencias. Es escritor o cronista, no político ni reformista. Y desde esa postura desarrolla su obra, cargada de resquemores, amargas experiencias, profundas decepciones y débiles esperanzas en un pueblo indolente.

A diferencia de otros escritores colombianos –por ejemplo de García Márquez-, no es preocupación de Osorio Lizarazo brindarle confort a sus lectores. Plasma violentamente la realidad que ha tenido en suerte vivir, sin mayores sutilezas, con descripciones descarnadas y voces que se debaten en medio de un marasmo desde el que no se puede ver un porvenir que sea sinónimo de mejoría.
Muestra la cara sucia de Bogotá, la que se esconde entre los pasajes y en las salas de los hospitales. Presenta un panorama de execrable inequidad e injusticia que se apoya, por una parte, en el total desconocimiento y desinterés de los gobernantes por ese tipo de situaciones, y, por otra, en una indolencia o incapacidad de lucha de aquellos que se encuentran bajo el yugo de la más cruda pobreza.
Es una mirada escéptica, pesimista también, de una realidad que no presenta signos de mejoría. Es un testimonio de una Bogotá aún pequeña, pero ya cargada de problemas que no encontrar solución en muchos años. Una visión desde adentro de la ciudad en que habitamos y que nos habita por dentro.


[1] Osorio Lizarazo, J.A.,  Novelas y Crónicas. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978. 800 pp.
[2] White, H., El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Buenos Aires, Paidós Básica, 1992. [1987]. pp. 17-39
[3] Osorio Lizarazo, Op. Cit. p. 422
[4] White, Op. Cit. p. 35
[5] Al hacer aquí alusión a lo gnómico, me remito a la definición que Ferrater Mora (en: Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía E-J. Barcelona, Editorial Ariel, 1998. pág. 1470; voz: GNÓMICO)  tiene al respecto: “Gnómico  es el nombre que se le da a un autor que dice, o escribe, sentencias de carácter moral”. Esta definición carga en sí implícitamente la vinculación  entre el ‘medio de conocer algo’, el ‘juicio’ que se le otorga y la autoridad que se tiene para denominarlo bueno o malo a partir del conocimiento realizado del objeto estudiado.
[6] Me refiero a Osorio Lizarazo, Op. Cit. pp. XI – LXXXVI. En esta Introducción puede encontrarse un recorrido bastante completo por la crítica hecha a la obra del autor bogotano, hasta 1978.
[7] Osorio Lizarazo, Op. Cit. p. 362
[8] Un caso claro de esto último es la crónica “Fracaso de una política”, de 1947, en la que escribe: “En Colombia copiamos el control de precios de otros países. Pero nadie, ni el más erudito estadista […] se puso a mirar el fenómeno colombiano y a apreciarlo en su justo valor” (p. 569).