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martes, 10 de abril de 2012

RESEÑA DEL LIBRO: Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo

RESEÑA DEL LIBRO: Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México, FCE, 1993. 315 pp.



Este libro cuenta con once capítulos. En la  Introducción (primer capítulo), Anderson aclara algunos de sus puntos de partida y premisas de arranque, entre las que él destaca que “la nacionalidad es el va­lor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo” (p. 19); también, afirma que no exis­­te una definición ‘científica’ de nación; esto lo lleva a concluir que “la nacionalidad, o la ‘calidad de nación’, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular” (p. 21). Así pues, el objetivo de este libro es el de “demostrar que la creación de estos artefactos, a fines del S. XVIII, fue la destilación espontánea de un ‘cruce’ complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron modulares, capaces de ser transplantados, con grados variables de auto­conciencia, a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad correspon­dien­te­­men­te amplia de constelaciones políticas e ideológicas” (p. 21). Esto como una forma, también, de de­s­embocar en las razones por las cuales estas construcciones o creaciones han generado tanto ape­go.
A la hora de definir nación, Anderson dice que es “una comunidad política imaginada como inherente­men­te limitada y soberana” (p. 23). Limitada en tanto “ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad” (p. 25); soberana, porque se imagina libre bajo un Estado soberano; y como comu­ni­dad porque su cohesión radica en una unión horizontal.

En los capítulos 2 al 7, Anderson enfoca su atención e intenta delinear los procesos por los que la na­ción llegó a ser imaginada y, una vez imaginada, modelada, adaptada y transformada. Así es como en el capítulo 2, titulado Raíces culturales, analiza la influencia de la comunidad religiosa y el reino di­nás­ti­co en el proceso de creación de pensamiento nacionalista; para la primera, acentúa la importancia de la impotencia de la lengua sagrada para funcionar como lengua nacional; en cuanto al reino dinástico, re­cuerda que su legitimidad fundamental no tenía nada que ver con la nacionalidad. Luego, en ese mis­mo capítulo, hace referencia a las conexiones imaginadas, mediante espacios de tiempo vacío ho­mo­gé­neo (novelas y periódicos). Resumiendo, para que se pudiera imaginar la nación, tuvieron que de­sa­pa­re­cer el acceso privilegiado a una lengua escrita, la organización en torno a un centro elevado y la con­cep­ción de temporalidad continua e indivisible.
En el tercer capítulo, El origen de la conciencia nacional, se centra en la importancia del capitalismo im­preso como uno de los motores que ampliar la posibilidad de comunicación entre los habitantes de di­versos territorios, así como lograr brindar imágenes simultáneas y completas de realidades aún en cons­trucción.  Las lenguas impresas, entonces, pueden ser entendidas como base de la conciencia nacio­nal en: (1) campos unificados de intercambios y comunicaciones, (2) Fijeza del lenguaje (noción de antigüedad) y (3) lenguaje de poder.
Para el capítulo cuarto, Los pioneros criollos, se centra en los aportes de éstos en la definición y cons­truc­­ción de nuevas comunidades imaginadas a partir de que eran (los criollos) una comunidad colonial, una clase privilegiada (unida a partir de la exclusión que sufrían desde la metrópoli), así como que se cons­tituyeron en un grupo social visible, mediante la producción de su propio lenguaje, sus propios có­di­gos, y sus propia producción (periódicos, literatura local, etc.).
En el capítulo quinto, cambia de escenario y regresa a Europa en la que puede observar cómo una len­gua impresa nueva se lograba constituir como lengua nacional antigua, a partir de una invención cons­cien­te (“pirateada”) de ese pasado. En ese sentido, los textos impresos (y la alfabetización) funcio­na­ron co­mo base de apoyo de la soberanía de una colectividad de hablantes y lectores.
El sexto capítulo, El nacionalismo oficial y el imperialismo, retoma la “revolución lexicográfica de Eu­ro­pa”, mediante la cual las lenguas se habían convertido en propiedad personal de grupos muy es­pe­cí­fi­cos. Partiendo de aquí, entra en la cuestión referente a los nacionalismos oficiales, retenciones del po­der dinástico bajo el principio nacional. Estos nacionalismos, surgidos desde mediados del S. XIX, po­dían funcionar en dos esferas. La externa (colonialista-imperialista) implicaba una aculturación (“mestizaje mental”, p. 153) de los habitantes/ nativos de los territorios colonizados, con una subsi­guien­te jerarquización y subor­di­na­ción de éstos a la metrópoli. En el plano interno, daba pie para una diferenciación entre el nacionalismo oficial y los nacionalismos lingüísticos populares, estos últimos caracterizados por ser la respuesta de grupos nacionalistas emergentes.
En La última oleada, séptimo capítulo, se parte de la premisa de que “tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, la marea de la nación-Estado alcanzó su máximo nivel”.  Para sostener esto, Anderson argumenta que el nacionalismo imperialista es una adaptación del dinastismo decimonónico, fundando su legitimad ahora no en un poder divino sino en una base popular. Si se recuerda una de las afirmaciones del autor en la introducción (la relativa al carácter modular la “nación”), el nacionalismo en el siglo XX se hace adaptable mediante la articulación entre nacionalidad y conciencia política.
Para el caso de las colonias asiáticas y africanas, Anderson, apoyándose en múltiples ejemplos, concluye que sus nacionalismos surgieron como reacción al imperialismo mundial, mientras que en Europa los nacionalismos se debían, por el contrario, a una “naturalización de las dinastías”.

Lo que podría ser entendido como la segunda parte de este libro trata de explicar las razones por las cuales estas organizaciones y construcciones generaron tanto apego en la población. Por una parte vincula el surgimiento del racismo con las políticas coloniales (la rusificación, las jerarquizaciones, etc.). Esto lo hace en el octavo capítulo, Patriotismo y racismo.
En el noveno, a partir de una metáfora de Benjamin, adapta las posibles connotaciones de esa metáfora a sus argumentos, invitando a tener en cuenta el papel de “las ruinas pasadas” en la construcción de un ideal a futuro.
En el décimo, El censo, el mapa y el museo, analiza cada uno de estos instrumentos y concluye que fueron utilizados para generar en la población una imaginación de los dominios, así como consiguió generar categorías de identidad (más raciales que religiosas), unidades territoriales específicas delimitadas (con su respectivo emblema nacional) y una tradición a partir de la reconstrucción de iconos del pasado. Estos tres instrumentos permitieron al Estado colonial tardío llevar a cabo una seria­li­zación y una cuantización de los elementos presentes en su población, a partir de modelos están­dar que basaban su importancia en su replicabilidad.
El último capítulo, La memoria y el olvido, habla de los espacios nuevos y los espacios viejos, es decir, el intento de las comunidades nuevas por ser paralelas y comparables a sus antiguas metrópolis. Así mismo, recuerda la idea de Renan relativa a la necesidad del olvido a la hora de construir un pueblo nuevo. Olvido que radica en un despertar, y en un deber cívico para con la sociedad.
Finaliza el capítulo –y el libro- llamando la atención sobre la forma como, mediante una reelaboración de la naturaleza de los pueblos, se logra legitimar, justificar y perdonar las muertes por la causa nacional. Justificaciones claramente retrodictivas.

REPORTE DE LA LECTURA: Hobsbawm, Eric. Naciones y nacionalismo desde 1780.

REPORTE DE LA LECTURA: Hobsbawm, Eric. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona, Crítica, 1997. 212 págs. 


Este libro cuenta con una introducción y seis capítulos. En la Introducción, Hobsbawm aclara algunos de sus puntos de partida y premisas de arranque, entre las que destaca el hecho de que “el sentido moderno de la palabra [nación] no se remonta más allá del S. XVIII” (p. 11); también que “al abordar la cuestión nacional es más provechoso empezar con el concepto de la nación (es decir, con el naciona­lis­mo) que con la realidad que representa” (p. 17). Así mismo, aclara por tanto, que el nacionalismo antecede a las naciones, lo que lo lleva a afirmar que “las naciones y los fenómenos asociados con ellas deben analizarse en términos de las condiciones y los requisitos políticos, técnicos, administrativos, económicos y de otro tipo” (p. 18).

En el primer capítulo, titulado La nación como novedad: de la Revolución al Liberalismo, pueden verse dos grandes partes. La primera, como el mismo autor la llama, consiste en una Begriffsgeschichte de los términos nación, tierra, patria, entre otros, para lo cual se vale de una serie  de diccionarios y enci­clo­­pedias mediante cuyas definiciones logra brindar al lector una idea de la evolución del término y de sus significados. Una segunda parte está compuesta por su intento de definir la teoría burguesa liberal de la “nación”. Para ello vincula este concepto de nación con el relativo a la economía nacional, cuyo fo­mento sistemático por el estado –en el marco del siglo XIX europeo- quería decir proteccionismo.
Citando a List (1827) y a otros, caracteriza el concepto liberal de nación diciendo que ésta (la nación) “te­nía que ser del tamaño suficiente para formar una unidad de desarrollo que fuese viable” (p. 39), lo que conlleva a una subsecuente jerarquización por tamaños y a una relevancia cada vez mayor del pro­ce­so (o, por lo menos su capacidad potencial) de expansión que la nación lleve a cabo.
De esta caracterización, Hobsbawm presenta lo que se podría denominar como los criterios que per­mi­tían que un pueblo fuera clasificado firmemente como nación (pp. 46 y ss.); estos son, a saber, la aso­cia­ción histórica con un estado, la existencia de una antigua élite cultural y la probada capacidad de conquista.
El autor concluye el capítulo exponiendo las justificaciones de la burguesía liberal en lo referente al nuevo concepto de nación. Dos pequeñas citas para ilustrar estos argumentos: “debido a que la nación misma era una novedad desde el punto de vista histórico, era blanco de la oposición de los conservadores y los tradicionalistas y, por consiguiente, atraía a sus adversarios” (p. 49); y “Los argumentos favorables a la nación decían que representaban una etapa en el devenir histórico de la sociedad humana, y los argumentos a favor de la fundación de un estado-nación determinado […] dependían de que pudiera demostrarse que encajaba en el evolución y el progreso históricos o los fomentaba”.

El segundo capítulo, Protonacionalismo popular, se encarga de analizar sistemáticamente algunas de las características de este fenómeno, entre las que se encuentran la cuestión de la lengua nacional, la et­ni­cidad, la religión y la “conciencia de pertenecer o haber pertenecido a una entidad política duradera” (nación histórica). Sobre la primera, Hobsbawm anota que ésta surge tras una construcción de un idioma estandarizado, diferente a la lengua materna, cuyo concepto es literario, mas no existen­cial. Sobre lo segundo –la etnicidad-, plantea sus tres características: (1) división más horizontal que vertical, (2) la etnicidad visible tiende a ser negativa y (3) la etnicidad negativa no puede entenderse como protonacionalismo. Sobre la religión, más que centrarse en su importancia como marco metafísico de comunión colectiva, recalca la importancia de las imágenes y los rituales vinculados a ella, como un puente entre la población y el estado. Sobre lo último –nación histórica- Hobsbawm sugiere que esta conciencia surge más en un ámbito de elite, que permite a los grupos socioeconómicos dominantes desarrollar su propia identidad en oposición a otros grupos semejantes.
Así, concluye el autor este capítulo afirmando que el protonacionalismo no lleva mecánicamente al desarrollo de un nacionalismo pero que, no obstante, funciona en tanto alista el terreno para su ulterior aparición.

Si en el capítulo anterior se centró más que todo en una visión desde debajo de la “nación”, en el tercer ca­pítulo, La perspectiva gubernamental, su punto de vista es el de los gobernantes. Así pues, plantea una de las cuestiones que aparece en el escenario político y cuya solución debe ser encontrada por los go­bernantes. Esta cuestión es la relativa al objetivo de abarcar o tratar de llegar a toda la población des­de el centro de poder. En este sentido aparecen dos problemas: (1) Cómo cubrir toda la población y (2) (a) cómo lograr la lealtad al estado y al sistema gobernante y (b) cómo lograr una identificación con ellos.
De esta manera, se desemboca en la problemática que alude a la participación (activa o pasiva) del ciu­da­dano, es decir, del individuo que se hace partícipe de esa nación en construcción. Se plantean va­rias res­puestas en el marco de esa relación ciudadanía-nacionalidad, que se enmarcan también en la relación con­ciencia de clase (derechos civiles y lucha de clases) y patriotismo (potencial, de estado).
No puede verse este patriotismo de estado como antecedente o causa de la xenofobia popular. Lo que se buscaba con éste era, básicamente, construir y desarrollar patrones de identificación dentro de la población. Así pues, Hobsbawm encara el punto referente al nacionalismo lingüístico, el cual se refería esencialmente “a la lengua de la educación pública y el uso oficial”  (p. 105). Desde esta perspectiva, concluye, puede verse que la lengua nacional surge de una elección política, de un intento por crear medios adecuados que lograran sostener una idea de nación.

El cuarto capítulo, La transformación del nacionalismo, 1870-1918, lo usa Hobsbawm para caracte­ri­zar este fenómeno durante ese periodo histórico europeo. Así, menciona sus principales características: (1) Abandono del principio del umbral (referente al tamaño del territorio y la población); (2) la et­ni­ci­dad y la lengua se convierten en criterios centrales y (3) presenta un marcado desplazamiento ha­cia la derecha política. Al mismo tiempo, en esta fase puede verse el descubrimiento (e invención) de la tradición popular, aunque aún no totalmente vinculada con intenciones nacionalistas. De igual forma, este periodo experimenta la introducción del concepto de raza, como criterio para definir una nación.
Dos fenómenos caracterizan también a este periodo: (1) el aumento en las tasas de migración y (2) la progresiva democratización de la política, que llevó a “la creación del moderno estado administrativo, movilizador de ciudadanos y capaz de influir en ellos” (p. 119). Así pues se desarrolla una doble corriente: por un lado de defensa ante una amenaza externa y, por el otro, una combinación –en el marco interno- de las exigencias sociales y nacionales. Esto conllevaría a una articulación de una conciencia social, una conciencia nacional y una conciencia política, que influiría en el ulterior desarrollo y apogeo del nacionalismo.

Es tras la Primera Guerra Mundial, que se da un fortalecimiento de la economía nacional autárquica. En este marco se desarrolla el capítulo quinto, El apogeo del nacionalismo, 1918-1950. Es precisamente en este periodo en el que aumenta y se fortalece la propaganda nacionalista (a través, por ejemplo, de las competencias deportivas internacionales). Surge el fascismo; pero con éste, su par antagónico, el nacionalismo antifascista. Cada uno de ellos determinado por el desarrollo de la articulación entre conciencia política, conciencia nacional y conciencia social.

El sexto y último capítulo, El nacionalismo en las postrimerías del siglo XX, se desarrolla bajo la premisa de que “hoy día todos los estados son oficialmente nacionales”. En ese sentido, ya desde los primeros párrafos puede advertirse que el problema o la cuestión nacional ha perdido mucha de su fuerza como motor de la historia en estas postrimerías del siglo XX. Para demostrar esto, expone varios ejemplos. Uno de ellos es el desmembramiento de la URSS, cuyas causas se debieron más a dificultades económicas que nacionales.
Al mismo tiempo, pero desde otro enfoque, plantea que el nacionalismo es más un pretexto que una causa profunda; es decir, para el caso del nuevo despertar de la xenofobia y de los fundamentalismos, el nacionalismo juega allí un papel de fachada que esconde tras de sí una “protesta contra el statu quo”, que intenta culpar a “los otros” de las dificultades económicas y políticas por las que atraviesan.
Refiriéndose a la economía nacional, Hobsbawm observa que ésta cada vez es menos nacional (en tanto menos autárquica) y cada vez más internacional (en tanto dependiente de alguna entidad económica mayor). Esto influye también en el carácter de los movimientos separatistas, cuyo fundamento y justificación dependen ahora mucho más de causas internacionales (aceptación, apoyo, etc.) que de causas estrictamente internas. En ese sentido, ya no puede verse el nacionalismo como un plan político mundial ni, reitero, como la fuerza motor de la historia.