Este libro cuenta con once capítulos. En la Introducción (primer capítulo), Anderson aclara algunos de sus puntos de partida y premisas de arranque, entre las que él destaca que “la nacionalidad es el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo” (p. 19); también, afirma que no existe una definición ‘científica’ de nación; esto lo lleva a concluir que “la nacionalidad, o la ‘calidad de nación’, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular” (p. 21). Así pues, el objetivo de este libro es el de “demostrar que la creación de estos artefactos, a fines del S. XVIII, fue la destilación espontánea de un ‘cruce’ complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron modulares, capaces de ser transplantados, con grados variables de autoconciencia, a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad correspondientemente amplia de constelaciones políticas e ideológicas” (p. 21). Esto como una forma, también, de desembocar en las razones por las cuales estas construcciones o creaciones han generado tanto apego.
A la hora de definir nación, Anderson dice que es “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (p. 23). Limitada en tanto “ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad” (p. 25); soberana, porque se imagina libre bajo un Estado soberano; y como comunidad porque su cohesión radica en una unión horizontal.
En los capítulos 2 al 7, Anderson enfoca su atención e intenta delinear los procesos por los que la nación llegó a ser imaginada y, una vez imaginada, modelada, adaptada y transformada. Así es como en el capítulo 2, titulado Raíces culturales, analiza la influencia de la comunidad religiosa y el reino dinástico en el proceso de creación de pensamiento nacionalista; para la primera, acentúa la importancia de la impotencia de la lengua sagrada para funcionar como lengua nacional; en cuanto al reino dinástico, recuerda que su legitimidad fundamental no tenía nada que ver con la nacionalidad. Luego, en ese mismo capítulo, hace referencia a las conexiones imaginadas, mediante espacios de tiempo vacío homogéneo (novelas y periódicos). Resumiendo, para que se pudiera imaginar la nación, tuvieron que desaparecer el acceso privilegiado a una lengua escrita, la organización en torno a un centro elevado y la concepción de temporalidad continua e indivisible.
En el tercer capítulo, El origen de la conciencia nacional, se centra en la importancia del capitalismo impreso como uno de los motores que ampliar la posibilidad de comunicación entre los habitantes de diversos territorios, así como lograr brindar imágenes simultáneas y completas de realidades aún en construcción. Las lenguas impresas, entonces, pueden ser entendidas como base de la conciencia nacional en: (1) campos unificados de intercambios y comunicaciones, (2) Fijeza del lenguaje (noción de antigüedad) y (3) lenguaje de poder.
Para el capítulo cuarto, Los pioneros criollos, se centra en los aportes de éstos en la definición y construcción de nuevas comunidades imaginadas a partir de que eran (los criollos) una comunidad colonial, una clase privilegiada (unida a partir de la exclusión que sufrían desde la metrópoli), así como que se constituyeron en un grupo social visible, mediante la producción de su propio lenguaje, sus propios códigos, y sus propia producción (periódicos, literatura local, etc.).
En el capítulo quinto, cambia de escenario y regresa a Europa en la que puede observar cómo una lengua impresa nueva se lograba constituir como lengua nacional antigua, a partir de una invención consciente (“pirateada”) de ese pasado. En ese sentido, los textos impresos (y la alfabetización) funcionaron como base de apoyo de la soberanía de una colectividad de hablantes y lectores.
El sexto capítulo, El nacionalismo oficial y el imperialismo, retoma la “revolución lexicográfica de Europa”, mediante la cual las lenguas se habían convertido en propiedad personal de grupos muy específicos. Partiendo de aquí, entra en la cuestión referente a los nacionalismos oficiales, retenciones del poder dinástico bajo el principio nacional. Estos nacionalismos, surgidos desde mediados del S. XIX, podían funcionar en dos esferas. La externa (colonialista-imperialista) implicaba una aculturación (“mestizaje mental”, p. 153) de los habitantes/ nativos de los territorios colonizados, con una subsiguiente jerarquización y subordinación de éstos a la metrópoli. En el plano interno, daba pie para una diferenciación entre el nacionalismo oficial y los nacionalismos lingüísticos populares, estos últimos caracterizados por ser la respuesta de grupos nacionalistas emergentes.
En La última oleada, séptimo capítulo, se parte de la premisa de que “tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, la marea de la nación-Estado alcanzó su máximo nivel”. Para sostener esto, Anderson argumenta que el nacionalismo imperialista es una adaptación del dinastismo decimonónico, fundando su legitimad ahora no en un poder divino sino en una base popular. Si se recuerda una de las afirmaciones del autor en la introducción (la relativa al carácter modular la “nación”), el nacionalismo en el siglo XX se hace adaptable mediante la articulación entre nacionalidad y conciencia política.
Para el caso de las colonias asiáticas y africanas, Anderson, apoyándose en múltiples ejemplos, concluye que sus nacionalismos surgieron como reacción al imperialismo mundial, mientras que en Europa los nacionalismos se debían, por el contrario, a una “naturalización de las dinastías”.
Lo que podría ser entendido como la segunda parte de este libro trata de explicar las razones por las cuales estas organizaciones y construcciones generaron tanto apego en la población. Por una parte vincula el surgimiento del racismo con las políticas coloniales (la rusificación, las jerarquizaciones, etc.). Esto lo hace en el octavo capítulo, Patriotismo y racismo.
En el noveno, a partir de una metáfora de Benjamin, adapta las posibles connotaciones de esa metáfora a sus argumentos, invitando a tener en cuenta el papel de “las ruinas pasadas” en la construcción de un ideal a futuro.
En el décimo, El censo, el mapa y el museo, analiza cada uno de estos instrumentos y concluye que fueron utilizados para generar en la población una imaginación de los dominios, así como consiguió generar categorías de identidad (más raciales que religiosas), unidades territoriales específicas delimitadas (con su respectivo emblema nacional) y una tradición a partir de la reconstrucción de iconos del pasado. Estos tres instrumentos permitieron al Estado colonial tardío llevar a cabo una serialización y una cuantización de los elementos presentes en su población, a partir de modelos estándar que basaban su importancia en su replicabilidad.
El último capítulo, La memoria y el olvido, habla de los espacios nuevos y los espacios viejos, es decir, el intento de las comunidades nuevas por ser paralelas y comparables a sus antiguas metrópolis. Así mismo, recuerda la idea de Renan relativa a la necesidad del olvido a la hora de construir un pueblo nuevo. Olvido que radica en un despertar, y en un deber cívico para con la sociedad.
Finaliza el capítulo –y el libro- llamando la atención sobre la forma como, mediante una reelaboración de la naturaleza de los pueblos, se logra legitimar, justificar y perdonar las muertes por la causa nacional. Justificaciones claramente retrodictivas.