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lunes, 12 de mayo de 2014

EN BOCA CERRADA NO ENTRAN MOSCAS. Reflexiones acerca de la vida cotidiana jesuítica a partir de una fuente oral


Por: Juan Camilo Biermann. 
22 de mayo de 2003


INTRODUCCIÓN

Cuando se plantea un trabajo sustentado en una fuente oral, además de procurar los medios y la bibliografía pertinente sobre el tema, se debe tener en cuenta las implicaciones que este tipo de investigaciones guarda dentro de sí. La cuestión de que las fuentes hablen –ya no metafóricamente-, tengan una voz, un sonido, un tono y un timbre, una entonación y un énfasis particular, brinda al investigador nuevos elementos de análisis e información que –sin querer comparar- ofrecen nuevas dimensiones y nuevas subjetividades que pueden ampliar el horizonte del estudio y profundizar, más allá de los meros hechos, en la vida humana experimentada y vivida, en la memoria misma que se funde y se confunde en su propio marasmo y que da al texto un aliento de viento a partir del cual la labor del historiador puede sentirse más humana, más tangible, más sensible.

El trabajo que aquí se presenta tiene como objetivo ingresar a la vida jesuítica durante un día; caminar unos minutos por sus pasillos, sentir su disciplina y buscar aquellas sensaciones, vivencias y creencias que sirvieron de urdimbre dentro de esa particularísima mentalidad religiosa que tuvo (y tiene aún) mucho que ver con el desenvolvimiento y desarrollo de diversas políticas en muchísimos países, incluido entre éstos Colombia.  De esta manera, logré contactar a un jesuita retirado quien, muy amablemente, se prestó para una serie de preguntas sobre un tema que quizá parezca nimio, pero en el que yo veo una fuente potencial para posteriores análisis y comprensiones. Fue éste la rutina “conventual” durante la etapa de preparación (noviciado), a través de la cual traté de urdir un poco esa cotidianidad disciplinada y silenciosa de la que tan poco se sabe y se habla.
El trabajo está organizado de la siguiente manera. Arranco de una reflexión metodológica, en la que expondré las dificultades con que tropecé y algunas de las facilidades que el método utilizado (entrevista grabada) me brindó. A continuación, presento la trascripción de la entrevista; finalizo el trabajo con un sucinto análisis de lo dicho por el entrevistado y trato de insinuar posibles profundizaciones sobre este apasionante tema.

                                                                                                                     



Metodología

Los pasos que me planteé para este estudio fueron los siguientes: (1) Elección del tema; (2) Entrevistar a una persona que pudiera hablarme de ello desde su propia vivencia; (3) Analizar sucintamente lo dicho en la entrevista, sopesando las ventajas y desventajas que implica el trabajo con fuentes orales. Esos fueron, básicamente, los puntos que guiaron mi trabajo investigativo. A continuación hablaré un poco de ellos, adelantándome un poco a la cuestión referente a las dificultades y bondades de la metodología planteada.

Para elegir el tema tuve que tener presente su accesibilidad; es decir, que existiera una posibilidad real (y realizable) de entrevista a alguien que pudiera contarme sobre ello. De esta manera, el punto (1) y el (2) están íntimamente ligados. La persona que se prestó para la entrevista (Pedro Carlos Ortiz) logré contactarla a través de mi padre, quien lo conocía de años atrás; no obstante, la confianza que ellos se tienen no pudo generarse entre nosotros en cuestión del par de días que tuve la posibilidad de hablar con él. Esto se vio reflejado en una serie de advertencias y restricciones que me hizo antes de comenzar la entrevista; entre ellas, que no pensaba contestar nada sobre su vida presente, que de él no diría más allá de su nombre y otro par de datos –con los que precisamente comienza la entrevista que presentaré a continuación-; así pues, desde el comienzo, el campo de interrogaciones se vio limitado.
La entrevista que pensé contaba con dos partes: la inicial, en la que trataba de averiguar un poco sobre el entrevistado y sobre el proceso general que debía atravesar un novicio hasta el sacerdocio y, la segunda, una aproximación mucho más específica a la cuestión de la rutina diaria. Así pues, traté primero de hacer un trabajo extensivo, que abarcara un buen periodo cronológico, para después tender más hacia lo puntual profundo, mezclando de esta forma –aunque no totalmente- lo diacrónico con lo sincrónico.


ENTREVISTA

E= Entrevistador
P= Pedro Carlos Ortiz (entrevistado)

E: ¿Cómo es su nombre?
P: Pedro Carlos Ortiz
E: ¿En dónde nació y en qué fecha?
P: Bogotá, 2 de agosto de 1939
E: ¿Dónde llevó a cabo su educación primaria y secundaria?
P: En Bogotá, en el Colegio San Bartolomé; pero no terminé bachillerato allá
E: ¿Entonces dónde?
P: Allá donde los jesuitas
E: ¿Qué hacían sus padres?
P: El padre era arquitecto y la madre ama de casa
E: ¿Cuándo entra usted al seminario?
P: Eso no se llamaba seminario… se llamaba noviciado de los jesuitas, es decir, de la Compañía de Jesús en Colombia; y se llamaba la Provincia de Colombia. Fue exactamente… bueno, no me acuerdo exactamente de las fechas pero… fue fines de enero, hacia el 29 de enero de… hasta donde yo me acuerdo 1955.
E: ¿Cuánta gente entró con usted en esa ocasión?
P: Había muchas fechas de ingreso, ésta fue la de… es que habría que explicar un poquito… es que hubo algo previo que llamaban postulantado, que eran doce días antes de entrar uno propiamente en el noviciado. Eso fue fines de enero de ese año
E: ¿Cuánta gente entraba más o menos por año?
P: Bueno había… en esa época no sé… sería un grupo de seis tal vez… había otras fechas de ingreso muy importantes en diciembre, que eran fiestas de santos o de santas, y yo creo que el ocho de diciembre, fiesta de la Virgen María, entraba mucha gente… sí, había una pocas fechas, que eran clásicas. El 2 de febrero era una fecha oficial de entrada al noviciado
E: ¿Más o menos cuántos novicios?
P: Bueno, en esa época era un florecimiento increíble. Yo creo que en ese año habían entrado, hablando en números redondos, unos cincuenta. Ese y el año anterior, fueron años récord de las estadísticas de muchos años… Tanto que, al poco tiempo, tuvieron que abrir otro noviciado -además del de Santa Rosa de Viterbo- cerca a Río Negro, en La Ceja, y algunos de mis compañeros alcanzaron a ser los fundadores de ese otro noviciado, lo cual también coincidió con la división de la Provincia de la Compañía de Jesús de Colombia. Por eso años hicieron la división, porque habían crecido tanto que cada provincia tenía su noviciado…
E: ¿Y quién coordinaba cada noviciado?
P: Si quiere entro a explicar todo eso… porque había toda una jerarquía, era una organización increíble…la Provincia… el que era la cabeza de la Provincia se llamaba el padre provincial, y muchísimos de los términos que voy a usar eran en latín; la lengua oficial era el latín… después del noviciado, venía un periodo que llamaba el juniorado –de juniores, los jóvenes- y se estudiaba muchos años latín clásico y llegábamos a hablar el latín claramente, un latín muy elegante, y leíamos cantidad de autores en latín, y escribíamos y hablamos entre nosotros en latín.  Entonces, después había un viceprovincial… yo no me acuerdo bien de toda esa jerarquía… venía después un padre que se llamaba el socio, que era como el secretario privado del provincial. Había sedes también… la casa de la Provincia colombiana oriental, que estaba en Bogotá; y la de la occidental, estaba en Medellín. Cada casa, cada sede, tenía una jerarquía; había el superior o el director. Y el colegio también tenía eso, que ya no era el director sino el rector, el vicerrector, jefe de disciplina, jefe académico y había los sacerdotes, los padres, los estudiantes y un grupo más o menos grande, que eran los hermanos legos o coadjutores, que eran los ayudantes que se encargaban de los oficios domésticos y otra clase de oficios. Pero también había un padre ecónomo, encargado de llevar las cuentas de la casa o la sede, y que era el que manejaba la plata, que era bastante…  a pesar de que ellos se decían que eran pobres.
E: ¿Solían ser colombianos los miembros de la plana mayor de la Provincia?
P: Sí, la mayoría, eran colombianos, sobre todo las directivas… Sí había algunos extranjeros; yo recuerdo algunos vascos, que habían venido al país en la época de Franco o desde antes tal vez… y había algunos pocos de Ecuador y padres como visitantes. Ya dentro de los estudiantes, a partir del juniorado, había muchos estudiantes extranjeros que venían de la viceprovincia de Venezuela…
E: Regresemos un poco a lo del noviciado, ¿dónde hizo usted el noviciado?
P: En Santa Rosa de Viterbo… voy a explicar un poco cómo fue ese período… había unos días de prueba, en los que llegaba uno, que era el postulantado… uno venía humildemente a solicitar el ingreso a la comunidad jesuítica. Entonces, uno estaba recluido y no podía hablar con nadie, tenía una habitación propia; había, entre los novicios, uno muy especial, que se distinguía por sus cualidades, que era el encargado de los postulantes. Todavía se hablaba en español, y lo iba introduciendo a uno en las reglas de la comunidad… Después de esos días era lo que se llamaba el ingreso al noviciado, un noviciado que duraba dos años, y que era un proceso de prueba. Eso se lo decían a uno continuamente.  Ahí recibía uno lo que llamaban antiguamente el hábito, la sotana.  Dos años de prueba bajo una disciplina terrible; la disciplina militar se quedaba en rines, no tenía punto de comparación.
E: ¿Cómo era eso?
P: Había un primer año, en el que había un horario especial, y se estudiaba mucho. También una cantidad de reglas, de disciplina… El segundo año era cuando uno ya era un poco más antiguo; y en ese segundo año existían las llamadas pruebas…
E: ¿Cuáles eran los requisitos para entrar a la Compañía?
P: Bueno, tal vez ellos se fijaban en las referencias: dónde estudió, de qué familia viene, que padre lo recomienda. Yo creo, a la hora de la verdad, tenían mucho que ver unos padres que trabajaban en vocaciones, vocaciones sacerdotales, que trabajaban muchas veces en los colegios de los mismos jesuitas o en otros colegios a los que iban. Ellos conocían desde antes a los candidatos, y la condición principal era el deseo de servir a Dios, a Jesucristo, la vida perfecta, la salvación de las almas; y era todo un lenguaje basado en la Biblia y en citas del Nuevo Testamento que Jesucristo decían que Él llamaba a muy pocos. Entonces insistían mucho con que uno era una persona escogida por Dios y que lógicamente eso tenía toda una sustentación religiosa, teológica. Yo creo que la mayoría… las condiciones eran aceptar… bueno, primero conocer las condiciones, exigencias, y finalmente, después de los dos años había una serie de exámenes o de conclusión, de análisis por parte del maestro de novicios, que era la gran autoridad, y también había un padre espiritual, y el rector… y todos esos se reunían  y daban el visto bueno. Y después de los dos años, sí venía el compromiso serio: los tres votos perpetuos: pobreza, castidad y obediencia.
E: ¿Pero se seguía viviendo en Santa Rosa?
P: La segunda etapa, que también físicamente era en un edificio muy grande, estaban separados. No había comunicación, entre los juniores y los novicios; no podían hablar, porque la regla del silencio era muy importante y se cumplía. Uno tenía que pedir permiso… para todo había que pedir permiso; entonces la autoridad era real, era diaria, no era una autoridad teórica. Si a usted le dan una orden, obedézcala. Continuamente, había órdenes habladas y escritas, y el que no cumplía órdenes tenía un castigo.
E: ¿Cuántos años estuvo usted de jesuita?
P: Muchos años, muchos… por lo menos quince años.
E: Tratemos de separar por fases, para que me cuente un poco de cada una… Estaba hablando de los dos primeros años
P: Sí, sí…
E: ¿Después qué vino?
P: ¿La segunda fase?
E: Sí
P: Duraba tres años, pero depende… teóricamente duraba tres años, para los que no eran bachilleres. Y yo no era bachiller… Para los que ya eran bachilleres, se les acortaba uno o dos años.  Y los que no éramos bachilleres, en parte como requisito del Ministerio de Educación, completábamos con creces una formación clásica sumamente buena. Yo creo que única en todo el país. Tiene que tener en cuenta que estoy hablando del final de la década del 50, comienzos del 60, porque yo creo que eso ya no existe, eso habrá cambiado mucho. No creo que todavía exista esa disciplina, en eso han cambiado mucho… no creo que estudien mucho latín… y griego ni hablar.
E: ¿Y después?
P: Después venía un año intermedio, que llamaban el año de ciencias, que era como muy local. Era una intensificación de materias que de hecho no tenían que ver directamente con la formación clásica, sino con materias que no se habían visto en el bachillerato, concretamente en esa época lo que era quinto y sexto de bachillerato. Por ejemplo todo lo que fuera matemáticas, física, química… básicamente eso. Entonces era un pénsum muy especial y muy intenso porque en un año se tenía que estudiar lo que en los colegios se estudiaba en dos. Y después venía, que también era muy importante, tres años de filosofía, filosofía escolástica. A mí me tocó la transición, cuando ya algunas clases las dictaban en español. Y terminaba uno, y se graduaba uno también como estudiante, inscrito en la Universidad Javeriana, en la Facultad de… lo que llamaban las Facultades Eclesiásticas; era entonces filosofía escolástica estricta y uno terminaban con la Licenciatura en Filosofía y Letras. Después llegaba otro periodo, que era tomado como una de las grandes pruebas, que llamaban el magisterio; eran dos o tres años que iba uno de profesor a los colegios jesuitas, con una carga docente muy fuerte y también con mucha disciplina y muchas exigencias como profesor… por lo general, eso no era ley escrita, cuando uno se portaba muy bien se reducía a dos años; pero a veces, algunos no se portaban bien, tenían problemas, eran muy laxos, y les ponían un tercer año de magisterio que, para muchos, lo consideraban como un castigo.
E: ¿Y después de la docencia…?
P: Después venía lo que era como lo máximo, que era cuatro años de teología, de escolástica. Y al terminar el tercer año de teología se llegaba a la cumbre: la ordenación sacerdotal; porque siempre se insistía, a lo largo de los años, toda esa formación tan completa era enfocada hacia la meta del sacerdocio, el servicio a Dios y el servicio a las almas; ésa era otra cuestión que repetían todos los días. Entonces una vez uno recibiera la licenciatura en teología, ya se suponía que uno iba a trabajar en muchos campos, especialmente en la educación en los colegios.
E: ¿Cuántos años le tomó a usted hacer todo ese recorrido?
P: Habría que hacer las cuentas… por ahí unos quince años
E: Todo ese proceso hasta el sacerdocio, más o menos hasta el año 70…
P: Si más o menos hasta el 70…
E: ¿Cuál era la perspectiva a futuro como sacerdote, con licenciatura?
P: Ya uno salía con dos licenciaturas que tenían validez frente al Ministerio colombiano; entonces eso varía… los que eran muy capaces, muy esforzados, académicamente hablando, se suponía que éstos se especializaban; entonces, iban a Europa, a Estados Unidos, tal vez a las mejores universidades… en Alemania, yo estuve en Alemania concretamente, a sacar una especialización, un doctorado en algo… en filosofía moral o en teología… qué sé yo… Y luego regresaban a engrosar las filas de los profesores de filosofía y de teología… en ese sentido había una retroalimentación.
E: ¿Una estructura cerrada?
P: Cerrada pero bien abierta al mundo… un diálogo con el mundo…
E: ¿Pero había presencia laica dentro del profesorado?
P: A veces sí… yo estoy hablando de esa época… por lo menos el primer laico aparecía en algunos cursos especiales de filosofía… sobre psicología o conductismo… uno asistía también a muchas conferencias de laicos… y los laicos se veían como que no eran de los nuestros, porque existía un sentido de cuerpo, de pertenencia… saliéndome un poco del tema… es que la administración era a nivel mundial… era como una especie de multinacional [risas], de mafia blanca… Y entonces, se usaba el término nostri, de los nuestros… había un sentido de cuerpo, de solidaridad… eso no quiere decir que no hubiera pugnas intestinas; claro que las había… eran seres humanos… Me acuerdo que a veces se armaban unos conflictos terribles, por los años 60, sí… ¿usted conoce algo de eso? Era la Iglesia Católica de América Latina con todo el problema de la teología de la liberación… de una tendencia bastante aproximada al marxismo…
E: Sigamos ahora con la rutina dentro del noviciado…
P: Sí
E: De toda esta parte, de los quince años, si puede elegir un período… cómo era la rutina diaria
P: Hasta donde yo me acuerdo, porque había muchos muchos detalles
E: Sí
P: Algo que atravesó todo ese tiempo, algo clave, era la disciplina, el espíritu ignaciano, y era que todos los años uno tenía la obligación de hacer ocho días de ejercicio espiritual… siempre había sacerdotes especializados… era el ejercicio espiritual según el método de San Ignacio. Eran ocho días de encierro total y silencio absoluto… no exagero… se tomaba muy en serio. Era tomar el librito de San Ignacio, con todas sus consideraciones llamadas meditaciones; era un reforzar es. Esos ocho días cada año, era volver y profundizar y remachar lo que a uno le habían dicho en el noviciado… Que después la gente se relajaba y se volvía más laxa, más libre y hacía interpretaciones a su acomodo…
E: Sí, pero sobre la rutina…
P: Sí, sí. Ubiquémonos rápidamente… Era en Santa Rosa de Viterbo, un edificio grande, construido por los jesuitas; no por las manos de los jesuitas pero sí encargado por los jesuitas…
E: Una cosa, antes de seguir. ¿Dónde queda Santa Rosa de Viterbo?
P: Queda cerca de Duitama
E: ¿Y el clima?
P: Frío, muy frío…
E: ¿Llovía mucho?
P: No, no llovía mucho, pero por las mañanas hacía mucho frío y por las noches también. Pero uno aguantaba frío, aguantaba calor, aguantaba todo…
E: Sí
P: Había una campana grande; la campana era la voz de Dios, vox Dei. Estoy hablando del noviciado. La campana sonaba a las cinco cero cero. Los novicios, que en mi época eran como 100, salían todos al tiempo… Estaban distribuidos en camarillas, que eran cuartos como de dos metros y medio de alto, separados por tabiques de dos metros; adentro de éstos había una cama de tablas con un colchoncillo muy delgado… y una cobija. Al lado había una palangana y una jarra de agua, siempre fría. Había también un pequeño pupitre, con un par de libros adentro: libros de doctrina, el misal, y otras cosas.
E: Bueno, sonaba la campana y qué pasaba?
P: Sí, sonaba la campana. El más antiguo dentro del dormitorio era el encargado de prender la luz de todas las camarillas. Entones uno se levantaba, se lavaba las manos y la cara con un poquito de jabón…
E: ¿Y cuál era la primera actividad del día?
P: Uno se ponía la sotana y se llevaba el rosario… siempre un rosario en la mano. Salía del cuarto, saludaba a un cuadro de la Virgen María que había en uno de los corredores… luego subía uno a la capilla, porque el noviciado tenía su propia capilla; y allí se hacía lo que se llamaba el ofrecimiento de obras, que duraba como cinco minutos y que eran oraciones aprendidas de memoria
E: ¿Y el desayuno?
P: Antes del desayuno, a las cinco y media en punto sonaba otra vez la campana. Uno ya debía estar en su cubículo donde tenía que llevar a cabo sus meditaciones con base en los textos de la Biblia… eso duraba como una hora… después, a las seis y media, sonaba un timbre. Entonces se bajaba en fila, siempre en absoluto silencio… todo el día había silencio… Se iba de la capilla grande, que era muy bonita, todo muy limpio, muy limpio… como una buena cárcel… Entonces llegaba la misa, con cantos, en latín, y toda la cosa. A eso de las siete se bajaba al comedor…
E: ¿Y allí desayunaban?
P: Sí. Todo totalmente en silencio. Se tomaba a veces chocolate con un pancito… un desayuno muy sobrio...
E: ¿Cómo era la dinámica durante el desayuno?
P: Bueno, silencio absoluto y uno meditaba. Se suponía que en el silencio uno pensaba en Dios, en San Ignacio, en los santos… siempre se rezaba, antes y después… Uno desayunaba muy rápidamente y luego a las siete y media u ocho comenzaba el estudio; porque todo el día estaba separado por horas… el estudio de media hora, primero… luego, al comienzo del noviciado, las clases de latín… con un profesor, ¡de eso sí me acuerdo!, de un neurótico… el padre Rojas. Cuando alguien se equivocaba pegaba un grito: “¡Hermanito, fíjese! ¡Es que usted no se fija, anda distraído!…”
E: ¿Clase sólo de latín?
P: No. Venía primero la de latín; luego una de griego, o algo así… y después otra hora en la que le explicaban a uno las reglas… Cada uno tenía su cuaderno, su esferito, su lápiz, y tomaba nota de lo que se decía en clase...
E: ¿Clase hasta el mediodía?
P: Sí. Al mediodía, a las doce del día, se rezaba el Angelus y luego seguía el examen de conciencia; entonces uno tenía que preguntarse: esta mañana ¿yo qué hice? Repasaba uno desde que se levantaba hasta ese minuto… ¿Cometí errores?… Si no, le agradezco a Dios…
E: ¿Y quién marcaba esos tiempos? Es decir, ¿la campana sonaba avisando lo que se debía ir haciendo a cada momento?
P: No. Era el timbre…
E: ¿Y a qué horas almorzaban?
P: Después del examen de conciencia. Uno bajaba, siempre en silencio, llegaba al comedor… En el comedor siempre había lectura, excepto los días festivos… Todo eso estaba calculado. Todas las actividades estaban muy bien organizadas según un tablero grandísimo… que unos hacían el almuerzo, otros servían… mientras otros leían… Y una vez se terminaba el almuerzo venía la primera quiete; quiete es descanso en latín
E: ¿Cómo era eso?
P: Todo estaba organizado… Uno salía en grupos de a tres; esos grupos los organizaba el hermano distributario, que tenía mucha autoridad dentro de los novicios; era como la mano derecha del maestro de novicios.  Entonces salía uno del almuerzo e iba por los parques, por los jardines; todos muy bien cuidados…
E: ¿Siempre de a tres?
P: Sí, siempre. Claro, a veces sobraba uno, entonces era la cuaterna…
E: ¿Nunca por pares?
P: Nunca.
E: ¿Y qué hacían?
P: Uno hablaba de cosas edificantes… que había leído no sé quién…
E: ¿Era como una reflexión peripatética después de almuerzo?
P: Más o menos. Era hablar y caminar; uno no se podía sentar… Y después venía la segunda quiete, en la que uno dormía siesta, pero yo nunca dormía siesta… yo tenía un libro, entonces leía y a veces me cogía el sueño
E: ¿A qué hora terminaba la segunda quiete?
P: A las dos y media
E: ¿Qué se hacía por las tardes?
P: Bueno, venían algunas clases más, creo… Y por las tardes había otra actividad que se llamaba manualidades o una cosa así… y más tarde la merienda, las onces. Entonces, iba uno al comedor y era agua de panela con alguna cosa… y después venía un pequeño recreo
E: ¿Hasta qué horas, más o menos?
P: Hasta las seis, porque venían los rezos… Y como a las siete y cuarto o siete y media era la cena.
E: ¿Y qué comían?
P: Comida muy corriente, qué sé yo, una sopa o algo así… muy sobrio todo. Y ya después de la comida, venía otro descanso; entonces uno iba por los corredores, otra vez, hablando cosas bonitas hasta las nueve, que era otra vez el examen de conciencia. Y después había algo que se llamaba puntos para la meditación; entonces, con libros especiales, por temas, hacía uno sus meditaciones…
E: ¿Hasta qué hora?
P: A las nueve y media se apagaba la luz y terminaba el día
E: Teniendo en cuenta todo esto que me ha contado, y ya para concluir la entrevista, ¿qué comentarios se podrían hacer acerca de la posición de los jesuitas frente al clero secular? ¿Qué importancia tenía esta formación? ¿Qué implicaba?
P: Pues, en teoría, era la misma Iglesia, al servicio del Papa, al servicio de los hombres, de los cristianos, de mucha gente…  Pero yo creo que la formación que nos daban era como de comando, de grupo elite. Había, no obstante, colaboraciones… pero es que los del clero secular, en cuanto a formación no le daban ni a los tobillos a los jesuitas.  Había mucho desprecio…






HUMILDES COMENTARIOS SOBRE EL SILENCIO


En este trabajo me planteé el objetivo de adentrarme un poco en la cotidianidad de la vida “monacal” jesuítica. Pero para no repetir lo ya dicho en las entrevista –y no hacer más extenso este trabajo de lo que ya es-, me limitaré a llamar la atención sobre un punto recurrente a lo largo de lo dicho por Pedro y que pueden ilustrar aquel mundillo distinto y distante que se esconde tras la vida de un miembro de la Compañía de Jesús. No obstante, considero pertinente mencionar que este punto por mí elegido no es en ningún momento resumen o síntesis de toda esa vida; es, sencillamente, un aspecto que me llamó fuertemente la atención y que creo que pone de manifiesto un poco de esa especificidad tras la que voy detrás y que sirvió de motor motivante de este trabajo.
Así pues, para no dar vueltas, el punto que elegí es el siguiente: el silencio. Éste es mencionado abierta y recurrentemente por Pedro a lo largo de la entrevista[1], y será a partir de esas alusiones sobre las que apoyaré mis reflexiones.

¿Qué es el silencio? ¿Es éste acaso solamente una ausencia de ruido, de voces, una carencia? ¿O hay algo más allá? Sería demasiado superficial afirmar que el silencio es simplemente callarse la boca, sellar los labios, apagar la lengua. Es cierto que estas palabras no carecen de razón; algo implican, pero omiten el doble sentido del término: el silencio es algo que va, pero también que viene. Es decir, el silencio no sólo es callar; es también no escuchar. Aquí creo que radica la importancia de esto y el vínculo que brinda coherencia a la reflexión que suscito.

¿Qué dice Pedro sobre el silencio? El silencio es el espacio de contacto con Dios, a través del cual uno ha­bla con Él;  es la oración, la meditación, toda esa serie de palabras aprendidas de memoria en un len­gua­je ci­frado (el latín) que le brinda a esta particular comunicación un carácter sagrado y secreto, personal e ín­ti­mo. Es un encuentro con ese Dios por el que uno se sacrifica, por el que uno se esfuerza; por el que uno vive.
¿Qué implica esta visión teológica del silencio? Desde lo escuchado a Pedro, considero que debió ser a tra­vés de esa disciplina del silencio que se obligaba a una introversión que alimentaba una vida interior; al con­vertirse esto en una obligación, luego en un hábito y, finalmente, en una costumbre –por ejemplo, a través de los exámenes diarios de conciencia- se cultivaba en el jesuita un profundo “autocono­cimiento”  de sí mismo; y pongo esto entre comillas porque significaba un constante machacar, remachar y confirmar las enseñanzas y las reglas que continuamente les repetían. En términos algo maquiavélicos, una hermosa forma de generar convicción: en boca cerrada no entran dudas vestidas de mosca.
¿Pero no podría verse este gran silencio como un arma de doble filo? Tanto silencio es sospechoso; si uno no dice lo que piensa, no se puede saber lo que el cerebro esconde. Pero, ¿puede ser ésta una real preo­cupación para los altos mandos jesuíticos? No tenía porque serlo, si ese silencio tenía un doble sentido: el silencio que es callar la boca y “callar” también los oídos. Como anteriormente sugerí, era éste un silencio que no se limitaba a sellar los labios, sino también a no oír “la voz del diablo”, la voz de la duda. De esta manera, no podía autogenerarse una autocrítica porque no se tenían elementos externos para comparar o editar las cosas desde otra perspectiva.
Vuelvo a un punto mencionado en un párrafo anterior: el silencio significaba una comunicación con Dios, hablar con Él. Esto es importante destacarlo, más si se tiene en cuenta que era considerado punible el decir que uno hablaba consigo mismo.  De igual forma, implicaba que al tener el hábito del silencio, se tenía tam­bién un hábito de hablar con Dios mismo, circunstancia que hacía ver al clero secular como menores de edad espiritual, y verse a sí mismos como los pocos elegidos –entre los muchos llamados-; en otras palabras, usando palabras de Pedro, se sentían parte de un “grupo elite, un comando”.
Pero volvamos a la prohibición de hablar consigo mismos. ¿Por qué esto? ¿Qué tenía de malo echarse, de vez en cuando, una charlita amena con el amigo que se esconde tras el espejo? Para que haya una conversación se necesitan dos, comúnmente diferentes en algo sobre lo que se constituye el tema de la charla. Si estaba Dios, dirían los altos mandos, ¿para qué hablar con uno mismo? Uno es solo eso: uno. De esta manera desvirtuaban –y evitaban-, siguiendo rígidos principios teológicos, las charlas internas, los enfrentamientos entre los habitantes del individuo. Uno es solo uno, principio tajante y castrante, medio para la consecución de una admirable disciplina y convicción a prueba de indeseables voces externas.

Como puede verse, el silencio no fue solamente una muestra de disciplina, sino también una herramienta en sí para apoyar la convicción, la creencia. Esto a través de una “fachada” teológica, que mostraba el silencio como un encuentro con Dios; en palabras textuales de Pedro: “se suponía que en el silencio uno pensaba en Dios, en San Ignacio, en los santos…”. Pero al entender el silencio como no hablar y no oír, se construye una doble barrera, un muro de dos caras: la cara interna –que no deja salir nada-, y la externa –que impide el ingreso de “la voz del diablo”-; de esta manera, los únicos que tienen acceso a la atención del jesuita –por lo menos durante el noviciado- son especialmente los mentores, el maestro de novicios, los profesores y toda esa suerte de cuadros dentro de la jerarquía jesuítica, y cuya obligación consistía en formar –darle forma-  al pensamiento de los novicios. Si esto no fuera así, el riesgo que se correría sería muy alto: se despertaría un sentido de autocrítica y una crítica al sentido de todo lo que se hacía. Así que si la convicción no era absoluta, la entrega no era total, de repente todo se despedazaba, caía el prometedor castillo de cristal de don Ignacio y el novicio -o el sacerdote- tenía que llorar la muerte de una ilusión.



[1] La entrevista a Pedro tuvo una duración aproximada de noventa minutos. El texto que se presentó anteriormente sólo cubre una parte de la totalidad de la entrevista; esto lo hice por dos razones: (1) porque al ser tan extensa y tan rica en datos dificultaba la labor que me había propuesto y podía convertir este trabajo en un enorme océano de dos milímetros de profundidad; (2) por lo dispendioso que habría sido para mí el haber trascrito toda la entrevista y el riesgo que esto im­plicaba: convertir a la entrevista en cuerpo y cabeza del trabajo al limitar el tiempo disponible para su análisis y comentario.