Por: Juan Camilo
Biermann.
22 de mayo de 2003
INTRODUCCIÓN
Cuando se plantea
un trabajo sustentado en una fuente oral, además de procurar los medios y la
bibliografía pertinente sobre el tema, se debe tener en cuenta las
implicaciones que este tipo de investigaciones guarda dentro de sí. La cuestión
de que las fuentes hablen –ya no metafóricamente-, tengan una voz, un sonido,
un tono y un timbre, una entonación y un énfasis particular, brinda al
investigador nuevos elementos de análisis e información que –sin querer
comparar- ofrecen nuevas dimensiones y nuevas subjetividades que pueden ampliar
el horizonte del estudio y profundizar, más allá de los meros hechos, en la vida
humana experimentada y vivida, en la memoria misma que se funde y se confunde
en su propio marasmo y que da al texto un aliento de viento a partir del cual
la labor del historiador puede sentirse más humana, más tangible, más sensible.
El trabajo
que aquí se presenta tiene como objetivo ingresar a la vida jesuítica durante
un día; caminar unos minutos por sus pasillos, sentir su disciplina y buscar
aquellas sensaciones, vivencias y creencias que sirvieron de urdimbre dentro de
esa particularísima mentalidad religiosa que tuvo (y tiene aún) mucho que ver
con el desenvolvimiento y desarrollo de diversas políticas en muchísimos
países, incluido entre éstos Colombia.
De esta manera, logré contactar a un jesuita retirado quien, muy
amablemente, se prestó para una serie de preguntas sobre un tema que quizá
parezca nimio, pero en el que yo veo una fuente potencial para posteriores
análisis y comprensiones. Fue éste la rutina “conventual” durante la etapa de
preparación (noviciado), a través de la cual traté de urdir un poco esa
cotidianidad disciplinada y silenciosa de la que tan poco se sabe y se habla.
El trabajo está
organizado de la siguiente manera. Arranco de una reflexión metodológica, en la
que expondré las dificultades con que tropecé y algunas de las facilidades que
el método utilizado (entrevista grabada) me brindó. A continuación, presento la
trascripción de la entrevista; finalizo el trabajo con un sucinto análisis de
lo dicho por el entrevistado y trato de insinuar posibles profundizaciones
sobre este apasionante tema.
Metodología
Los pasos que me
planteé para este estudio fueron los siguientes: (1) Elección del tema; (2)
Entrevistar a una persona que pudiera hablarme de ello desde su propia
vivencia; (3) Analizar sucintamente lo dicho en la entrevista, sopesando las
ventajas y desventajas que implica el trabajo con fuentes orales. Esos fueron,
básicamente, los puntos que guiaron mi trabajo investigativo. A continuación
hablaré un poco de ellos, adelantándome un poco a la cuestión referente a las
dificultades y bondades de la metodología planteada.
Para elegir el tema
tuve que tener presente su accesibilidad; es decir, que existiera una posibilidad
real (y realizable) de entrevista a alguien que pudiera contarme sobre ello. De
esta manera, el punto (1) y el (2) están íntimamente ligados. La persona que se
prestó para la entrevista (Pedro Carlos Ortiz) logré contactarla a través de mi
padre, quien lo conocía de años atrás; no obstante, la confianza que ellos se
tienen no pudo generarse entre nosotros en cuestión del par de días que tuve la
posibilidad de hablar con él. Esto se vio reflejado en una serie de
advertencias y restricciones que me hizo antes de comenzar la entrevista; entre
ellas, que no pensaba contestar nada sobre su vida presente, que de él no diría
más allá de su nombre y otro par de datos –con los que precisamente comienza la
entrevista que presentaré a continuación-; así pues, desde el comienzo, el
campo de interrogaciones se vio limitado.
La entrevista que
pensé contaba con dos partes: la inicial, en la que trataba de averiguar un
poco sobre el entrevistado y sobre el proceso general que debía atravesar un
novicio hasta el sacerdocio y, la segunda, una aproximación mucho más
específica a la cuestión de la rutina diaria. Así pues, traté primero de hacer
un trabajo extensivo, que abarcara un buen periodo cronológico, para después
tender más hacia lo puntual profundo, mezclando de esta forma –aunque no
totalmente- lo diacrónico con lo sincrónico.
ENTREVISTA
E= Entrevistador
P= Pedro Carlos Ortiz (entrevistado)
E: ¿Cómo es su
nombre?
P: Pedro Carlos
Ortiz
E: ¿En dónde nació
y en qué fecha?
P: Bogotá, 2 de
agosto de 1939
E: ¿Dónde llevó a
cabo su educación primaria y secundaria?
P: En Bogotá, en el
Colegio San Bartolomé; pero no terminé bachillerato allá
E: ¿Entonces dónde?
P: Allá donde los
jesuitas
E: ¿Qué hacían sus
padres?
P: El padre era
arquitecto y la madre ama de casa
E: ¿Cuándo entra
usted al seminario?
P: Eso no se
llamaba seminario… se llamaba noviciado de los jesuitas, es decir, de la
Compañía de Jesús en Colombia; y se llamaba la Provincia de Colombia. Fue
exactamente… bueno, no me acuerdo exactamente de las fechas pero… fue fines de
enero, hacia el 29 de enero de… hasta donde yo me acuerdo 1955.
E: ¿Cuánta gente
entró con usted en esa ocasión?
P: Había muchas
fechas de ingreso, ésta fue la de… es que habría que explicar un poquito… es
que hubo algo previo que llamaban postulantado, que eran doce días antes de
entrar uno propiamente en el noviciado. Eso fue fines de enero de ese año
E: ¿Cuánta gente
entraba más o menos por año?
P: Bueno había… en
esa época no sé… sería un grupo de seis tal vez… había otras fechas de ingreso
muy importantes en diciembre, que eran fiestas de santos o de santas, y yo creo
que el ocho de diciembre, fiesta de la Virgen María, entraba mucha gente… sí,
había una pocas fechas, que eran clásicas. El 2 de febrero era una fecha
oficial de entrada al noviciado
E: ¿Más o menos
cuántos novicios?
P: Bueno, en esa
época era un florecimiento increíble. Yo creo que en ese año habían entrado,
hablando en números redondos, unos cincuenta. Ese y el año anterior, fueron
años récord de las estadísticas de muchos años… Tanto que, al poco tiempo,
tuvieron que abrir otro noviciado -además del de Santa Rosa de Viterbo- cerca a
Río Negro, en La Ceja, y algunos de mis compañeros alcanzaron a ser los
fundadores de ese otro noviciado, lo cual también coincidió con la división de
la Provincia de la Compañía de Jesús de Colombia. Por eso años hicieron la
división, porque habían crecido tanto que cada provincia tenía su noviciado…
E: ¿Y quién
coordinaba cada noviciado?
P: Si quiere entro
a explicar todo eso… porque había toda una jerarquía, era una organización
increíble…la Provincia… el que era la cabeza de la Provincia se llamaba el
padre provincial, y muchísimos de los términos que voy a usar eran en latín; la
lengua oficial era el latín… después del noviciado, venía un periodo que
llamaba el juniorado –de juniores, los jóvenes- y se estudiaba
muchos años latín clásico y llegábamos a hablar el latín claramente, un latín
muy elegante, y leíamos cantidad de autores en latín, y escribíamos y hablamos
entre nosotros en latín. Entonces,
después había un viceprovincial… yo no me acuerdo bien de toda esa jerarquía…
venía después un padre que se llamaba el socio, que era como el secretario
privado del provincial. Había sedes también… la casa de la Provincia colombiana
oriental, que estaba en Bogotá; y la de la occidental, estaba en Medellín. Cada
casa, cada sede, tenía una jerarquía; había el superior o el director. Y el
colegio también tenía eso, que ya no era el director sino el rector, el
vicerrector, jefe de disciplina, jefe académico y había los sacerdotes, los
padres, los estudiantes y un grupo más o menos grande, que eran los hermanos
legos o coadjutores, que eran los ayudantes que se encargaban de los oficios
domésticos y otra clase de oficios. Pero también había un padre ecónomo,
encargado de llevar las cuentas de la casa o la sede, y que era el que manejaba
la plata, que era bastante… a pesar de
que ellos se decían que eran pobres.
E: ¿Solían ser
colombianos los miembros de la plana mayor de la Provincia?
P: Sí, la mayoría,
eran colombianos, sobre todo las directivas… Sí había algunos extranjeros; yo
recuerdo algunos vascos, que habían venido al país en la época de Franco o
desde antes tal vez… y había algunos pocos de Ecuador y padres como visitantes.
Ya dentro de los estudiantes, a partir del juniorado, había muchos estudiantes
extranjeros que venían de la viceprovincia de Venezuela…
E: Regresemos un
poco a lo del noviciado, ¿dónde hizo usted el noviciado?
P: En Santa Rosa de
Viterbo… voy a explicar un poco cómo fue ese período… había unos días de
prueba, en los que llegaba uno, que era el postulantado… uno venía humildemente
a solicitar el ingreso a la comunidad jesuítica. Entonces, uno estaba recluido
y no podía hablar con nadie, tenía una habitación propia; había, entre los novicios,
uno muy especial, que se distinguía por sus cualidades, que era el encargado de
los postulantes. Todavía se hablaba en español, y lo iba introduciendo a uno en
las reglas de la comunidad… Después de esos días era lo que se llamaba el
ingreso al noviciado, un noviciado que duraba dos años, y que era un proceso de
prueba. Eso se lo decían a uno continuamente.
Ahí recibía uno lo que llamaban antiguamente el hábito, la sotana. Dos años de prueba bajo una disciplina
terrible; la disciplina militar se quedaba en rines, no tenía punto de
comparación.
E: ¿Cómo era eso?
P: Había un primer
año, en el que había un horario especial, y se estudiaba mucho. También una
cantidad de reglas, de disciplina… El segundo año era cuando uno ya era un poco
más antiguo; y en ese segundo año existían las llamadas pruebas…
E: ¿Cuáles eran los
requisitos para entrar a la Compañía?
P: Bueno, tal vez
ellos se fijaban en las referencias: dónde estudió, de qué familia viene, que
padre lo recomienda. Yo creo, a la hora de la verdad, tenían mucho que ver unos
padres que trabajaban en vocaciones, vocaciones sacerdotales, que trabajaban
muchas veces en los colegios de los mismos jesuitas o en otros colegios a los
que iban. Ellos conocían desde antes a los candidatos, y la condición principal
era el deseo de servir a Dios, a Jesucristo, la vida perfecta, la salvación de
las almas; y era todo un lenguaje basado en la Biblia y en citas del Nuevo
Testamento que Jesucristo decían que Él llamaba a muy pocos. Entonces insistían
mucho con que uno era una persona escogida por Dios y que lógicamente eso tenía
toda una sustentación religiosa, teológica. Yo creo que la mayoría… las
condiciones eran aceptar… bueno, primero conocer las condiciones, exigencias, y
finalmente, después de los dos años había una serie de exámenes o de
conclusión, de análisis por parte del maestro de novicios, que era la gran
autoridad, y también había un padre espiritual, y el rector… y todos esos se
reunían y daban el visto bueno. Y
después de los dos años, sí venía el compromiso serio: los tres votos
perpetuos: pobreza, castidad y obediencia.
E: ¿Pero se seguía
viviendo en Santa Rosa?
P: La segunda
etapa, que también físicamente era en un edificio muy grande, estaban
separados. No había comunicación, entre los juniores y los novicios; no podían
hablar, porque la regla del silencio era muy importante y se cumplía. Uno tenía
que pedir permiso… para todo había que pedir permiso; entonces la autoridad era
real, era diaria, no era una autoridad teórica. Si a usted le dan una orden,
obedézcala. Continuamente, había órdenes habladas y escritas, y el que no
cumplía órdenes tenía un castigo.
E: ¿Cuántos años
estuvo usted de jesuita?
P: Muchos años,
muchos… por lo menos quince años.
E: Tratemos de
separar por fases, para que me cuente un poco de cada una… Estaba hablando de
los dos primeros años
P: Sí, sí…
E: ¿Después qué
vino?
P: ¿La segunda
fase?
E: Sí
P: Duraba tres
años, pero depende… teóricamente duraba tres años, para los que no eran
bachilleres. Y yo no era bachiller… Para los que ya eran bachilleres, se les
acortaba uno o dos años. Y los que no
éramos bachilleres, en parte como requisito del Ministerio de Educación,
completábamos con creces una formación clásica sumamente buena. Yo creo que
única en todo el país. Tiene que tener en cuenta que estoy hablando del final
de la década del 50, comienzos del 60, porque yo creo que eso ya no existe, eso
habrá cambiado mucho. No creo que todavía exista esa disciplina, en eso han
cambiado mucho… no creo que estudien mucho latín… y griego ni hablar.
E: ¿Y después?
P: Después venía un
año intermedio, que llamaban el año de ciencias, que era como muy local. Era
una intensificación de materias que de hecho no tenían que ver directamente con
la formación clásica, sino con materias que no se habían visto en el
bachillerato, concretamente en esa época lo que era quinto y sexto de
bachillerato. Por ejemplo todo lo que fuera matemáticas, física, química…
básicamente eso. Entonces era un pénsum muy especial y muy intenso porque en un
año se tenía que estudiar lo que en los colegios se estudiaba en dos. Y después
venía, que también era muy importante, tres años de filosofía, filosofía
escolástica. A mí me tocó la transición, cuando ya algunas clases las dictaban
en español. Y terminaba uno, y se graduaba uno también como estudiante,
inscrito en la Universidad Javeriana, en la Facultad de… lo que llamaban las
Facultades Eclesiásticas; era entonces filosofía escolástica estricta y uno
terminaban con la Licenciatura en Filosofía y Letras. Después llegaba otro
periodo, que era tomado como una de las grandes pruebas, que llamaban el
magisterio; eran dos o tres años que iba uno de profesor a los colegios
jesuitas, con una carga docente muy fuerte y también con mucha disciplina y
muchas exigencias como profesor… por lo general, eso no era ley escrita, cuando
uno se portaba muy bien se reducía a dos años; pero a veces, algunos no se
portaban bien, tenían problemas, eran muy laxos, y les ponían un tercer año de
magisterio que, para muchos, lo consideraban como un castigo.
E: ¿Y después de la
docencia…?
P: Después venía lo
que era como lo máximo, que era cuatro años de teología, de escolástica. Y al
terminar el tercer año de teología se llegaba a la cumbre: la ordenación
sacerdotal; porque siempre se insistía, a lo largo de los años, toda esa
formación tan completa era enfocada hacia la meta del sacerdocio, el servicio a
Dios y el servicio a las almas; ésa era otra cuestión que repetían todos los
días. Entonces una vez uno recibiera la licenciatura en teología, ya se suponía
que uno iba a trabajar en muchos campos, especialmente en la educación en los
colegios.
E: ¿Cuántos años le
tomó a usted hacer todo ese recorrido?
P: Habría que hacer
las cuentas… por ahí unos quince años
E: Todo ese proceso
hasta el sacerdocio, más o menos hasta el año 70…
P: Si más o menos
hasta el 70…
E: ¿Cuál era la
perspectiva a futuro como sacerdote, con licenciatura?
P: Ya uno salía con
dos licenciaturas que tenían validez frente al Ministerio colombiano; entonces
eso varía… los que eran muy capaces, muy esforzados, académicamente hablando,
se suponía que éstos se especializaban; entonces, iban a Europa, a Estados
Unidos, tal vez a las mejores universidades… en Alemania, yo estuve en Alemania
concretamente, a sacar una especialización, un doctorado en algo… en filosofía
moral o en teología… qué sé yo… Y luego regresaban a engrosar las filas de los
profesores de filosofía y de teología… en ese sentido había una
retroalimentación.
E: ¿Una estructura
cerrada?
P: Cerrada pero
bien abierta al mundo… un diálogo con el mundo…
E: ¿Pero había
presencia laica dentro del profesorado?
P: A veces sí… yo
estoy hablando de esa época… por lo menos el primer laico aparecía en algunos
cursos especiales de filosofía… sobre psicología o conductismo… uno asistía
también a muchas conferencias de laicos… y los laicos se veían como que no eran
de los nuestros, porque existía un sentido de cuerpo, de pertenencia…
saliéndome un poco del tema… es que la administración era a nivel mundial… era
como una especie de multinacional [risas], de mafia blanca… Y entonces, se
usaba el término nostri, de los
nuestros… había un sentido de cuerpo, de solidaridad… eso no quiere decir que
no hubiera pugnas intestinas; claro que las había… eran seres humanos… Me
acuerdo que a veces se armaban unos conflictos terribles, por los años 60, sí…
¿usted conoce algo de eso? Era la Iglesia Católica de América Latina con todo
el problema de la teología de la liberación… de una tendencia bastante
aproximada al marxismo…
E: Sigamos ahora
con la rutina dentro del noviciado…
P: Sí
E: De toda esta
parte, de los quince años, si puede elegir un período… cómo era la rutina
diaria
P: Hasta donde yo
me acuerdo, porque había muchos muchos detalles
E: Sí
P: Algo que
atravesó todo ese tiempo, algo clave, era la disciplina, el espíritu ignaciano,
y era que todos los años uno tenía la obligación de hacer ocho días de
ejercicio espiritual… siempre había sacerdotes especializados… era el ejercicio
espiritual según el método de San Ignacio. Eran ocho días de encierro total y
silencio absoluto… no exagero… se tomaba muy en serio. Era tomar el librito de
San Ignacio, con todas sus consideraciones llamadas meditaciones; era un
reforzar es. Esos ocho días cada año, era volver y profundizar y remachar lo
que a uno le habían dicho en el noviciado… Que después la gente se relajaba y
se volvía más laxa, más libre y hacía interpretaciones a su acomodo…
E: Sí, pero sobre
la rutina…
P: Sí, sí.
Ubiquémonos rápidamente… Era en Santa Rosa de Viterbo, un edificio grande,
construido por los jesuitas; no por las manos de los jesuitas pero sí encargado
por los jesuitas…
E: Una cosa, antes
de seguir. ¿Dónde queda Santa Rosa de Viterbo?
P: Queda cerca de
Duitama
E: ¿Y el clima?
P: Frío, muy frío…
E: ¿Llovía mucho?
P: No, no llovía
mucho, pero por las mañanas hacía mucho frío y por las noches también. Pero uno
aguantaba frío, aguantaba calor, aguantaba todo…
E: Sí
P: Había una
campana grande; la campana era la voz de Dios, vox Dei. Estoy hablando del noviciado. La campana sonaba a las cinco
cero cero. Los novicios, que en mi época eran como 100, salían todos al tiempo…
Estaban distribuidos en camarillas, que eran cuartos como de dos metros y medio
de alto, separados por tabiques de dos metros; adentro de éstos había una cama
de tablas con un colchoncillo muy delgado… y una cobija. Al lado había una
palangana y una jarra de agua, siempre fría. Había también un pequeño pupitre,
con un par de libros adentro: libros de doctrina, el misal, y otras cosas.
E: Bueno, sonaba la
campana y qué pasaba?
P: Sí, sonaba la
campana. El más antiguo dentro del dormitorio era el encargado de prender la
luz de todas las camarillas. Entones uno se levantaba, se lavaba las manos y la
cara con un poquito de jabón…
E: ¿Y cuál era la
primera actividad del día?
P: Uno se ponía la
sotana y se llevaba el rosario… siempre un rosario en la mano. Salía del
cuarto, saludaba a un cuadro de la Virgen María que había en uno de los
corredores… luego subía uno a la capilla, porque el noviciado tenía su propia
capilla; y allí se hacía lo que se llamaba el ofrecimiento de obras, que duraba
como cinco minutos y que eran oraciones aprendidas de memoria
E: ¿Y el desayuno?
P: Antes del
desayuno, a las cinco y media en punto sonaba otra vez la campana. Uno ya debía
estar en su cubículo donde tenía que llevar a cabo sus meditaciones con base en
los textos de la Biblia… eso duraba como una hora… después, a las seis y media,
sonaba un timbre. Entonces se bajaba en fila, siempre en absoluto silencio…
todo el día había silencio… Se iba de la capilla grande, que era muy bonita,
todo muy limpio, muy limpio… como una buena cárcel… Entonces llegaba la misa,
con cantos, en latín, y toda la cosa. A eso de las siete se bajaba al comedor…
E: ¿Y allí
desayunaban?
P: Sí. Todo
totalmente en silencio. Se tomaba a veces chocolate con un pancito… un desayuno
muy sobrio...
E: ¿Cómo era la
dinámica durante el desayuno?
P: Bueno, silencio
absoluto y uno meditaba. Se suponía que en el silencio uno pensaba en Dios, en
San Ignacio, en los santos… siempre se rezaba, antes y después… Uno desayunaba
muy rápidamente y luego a las siete y media u ocho comenzaba el estudio; porque
todo el día estaba separado por horas… el estudio de media hora, primero…
luego, al comienzo del noviciado, las clases de latín… con un profesor, ¡de eso
sí me acuerdo!, de un neurótico… el padre Rojas. Cuando alguien se equivocaba
pegaba un grito: “¡Hermanito, fíjese! ¡Es que usted no se fija, anda
distraído!…”
E: ¿Clase sólo de
latín?
P: No. Venía
primero la de latín; luego una de griego, o algo así… y después otra hora en la
que le explicaban a uno las reglas… Cada uno tenía su cuaderno, su esferito, su
lápiz, y tomaba nota de lo que se decía en clase...
E: ¿Clase hasta el
mediodía?
P: Sí. Al mediodía,
a las doce del día, se rezaba el Angelus
y luego seguía el examen de conciencia; entonces uno tenía que preguntarse:
esta mañana ¿yo qué hice? Repasaba uno desde que se levantaba hasta ese minuto…
¿Cometí errores?… Si no, le agradezco a Dios…
E: ¿Y quién marcaba
esos tiempos? Es decir, ¿la campana sonaba avisando lo que se debía ir haciendo
a cada momento?
P: No. Era el
timbre…
E: ¿Y a qué horas
almorzaban?
P: Después del
examen de conciencia. Uno bajaba, siempre en silencio, llegaba al comedor… En
el comedor siempre había lectura, excepto los días festivos… Todo eso estaba
calculado. Todas las actividades estaban muy bien organizadas según un tablero
grandísimo… que unos hacían el almuerzo, otros servían… mientras otros leían… Y
una vez se terminaba el almuerzo venía la primera quiete; quiete es descanso en latín
E: ¿Cómo era eso?
P: Todo estaba
organizado… Uno salía en grupos de a tres; esos grupos los organizaba el
hermano distributario, que tenía mucha autoridad dentro de los novicios; era
como la mano derecha del maestro de novicios.
Entonces salía uno del almuerzo e iba por los parques, por los jardines;
todos muy bien cuidados…
E: ¿Siempre de a
tres?
P: Sí, siempre.
Claro, a veces sobraba uno, entonces era la cuaterna…
E: ¿Nunca por
pares?
P: Nunca.
E: ¿Y qué hacían?
P: Uno hablaba de
cosas edificantes… que había leído no sé quién…
E: ¿Era como una
reflexión peripatética después de almuerzo?
P: Más o menos. Era
hablar y caminar; uno no se podía sentar… Y después venía la segunda quiete, en
la que uno dormía siesta, pero yo nunca dormía siesta… yo tenía un libro,
entonces leía y a veces me cogía el sueño
E: ¿A qué hora
terminaba la segunda quiete?
P: A las dos y
media
E: ¿Qué se hacía
por las tardes?
P: Bueno, venían
algunas clases más, creo… Y por las tardes había otra actividad que se llamaba
manualidades o una cosa así… y más tarde la merienda, las onces. Entonces, iba
uno al comedor y era agua de panela con alguna cosa… y después venía un pequeño
recreo
E: ¿Hasta qué
horas, más o menos?
P: Hasta las seis,
porque venían los rezos… Y como a las siete y cuarto o siete y media era la
cena.
E: ¿Y qué comían?
P: Comida muy
corriente, qué sé yo, una sopa o algo así… muy sobrio todo. Y ya después de la
comida, venía otro descanso; entonces uno iba por los corredores, otra vez,
hablando cosas bonitas hasta las nueve, que era otra vez el examen de
conciencia. Y después había algo que se llamaba puntos para la meditación;
entonces, con libros especiales, por temas, hacía uno sus meditaciones…
E: ¿Hasta qué hora?
P: A las nueve y
media se apagaba la luz y terminaba el día
E: Teniendo en
cuenta todo esto que me ha contado, y ya para concluir la entrevista, ¿qué
comentarios se podrían hacer acerca de la posición de los jesuitas frente al
clero secular? ¿Qué importancia tenía esta formación? ¿Qué implicaba?
P: Pues, en teoría,
era la misma Iglesia, al servicio del Papa, al servicio de los hombres, de los
cristianos, de mucha gente… Pero yo creo
que la formación que nos daban era como de comando, de grupo elite. Había, no obstante,
colaboraciones… pero es que los del clero secular, en cuanto a formación no le
daban ni a los tobillos a los jesuitas.
Había mucho desprecio…
HUMILDES COMENTARIOS SOBRE EL SILENCIO
En
este trabajo me planteé el objetivo de adentrarme un poco en la cotidianidad de
la vida “monacal” jesuítica. Pero para no repetir lo ya dicho en las entrevista
–y no hacer más extenso este trabajo de lo que ya es-, me limitaré a llamar la
atención sobre un punto recurrente a lo largo de lo dicho por Pedro y que
pueden ilustrar aquel mundillo distinto y distante que se esconde tras la vida
de un miembro de la Compañía de Jesús. No obstante, considero pertinente
mencionar que este punto por mí elegido no es en ningún momento resumen o
síntesis de toda esa vida; es, sencillamente, un aspecto que me llamó
fuertemente la atención y que creo que pone de manifiesto un poco de esa
especificidad tras la que voy detrás y que sirvió de motor motivante de este
trabajo.
Así
pues, para no dar vueltas, el punto que elegí es el siguiente: el silencio. Éste
es mencionado abierta y recurrentemente por Pedro a lo largo de la entrevista[1],
y será a partir de esas alusiones sobre las que apoyaré mis reflexiones.
¿Qué
es el silencio? ¿Es éste acaso solamente una ausencia de ruido, de voces, una
carencia? ¿O hay algo más allá? Sería demasiado superficial afirmar que el
silencio es simplemente callarse la boca, sellar los labios, apagar la lengua.
Es cierto que estas palabras no carecen de razón; algo implican, pero omiten el
doble sentido del término: el silencio es algo que va, pero también que viene.
Es decir, el silencio no sólo es callar; es también no escuchar. Aquí creo que
radica la importancia de esto y el vínculo que brinda coherencia a la reflexión
que suscito.
¿Qué
dice Pedro sobre el silencio? El silencio es el espacio de contacto con Dios, a
través del cual uno habla con Él; es la
oración, la meditación, toda esa serie de palabras aprendidas de memoria en un
lenguaje cifrado (el latín) que le brinda a esta particular comunicación un
carácter sagrado y secreto, personal e íntimo. Es un encuentro con ese Dios
por el que uno se sacrifica, por el que uno se esfuerza; por el que uno vive.
¿Qué
implica esta visión teológica del silencio? Desde lo escuchado a Pedro,
considero que debió ser a través de esa disciplina del silencio que se
obligaba a una introversión que alimentaba una vida interior; al convertirse
esto en una obligación, luego en un hábito y, finalmente, en una costumbre –por
ejemplo, a través de los exámenes diarios de conciencia- se cultivaba en el
jesuita un profundo “autoconocimiento”
de sí mismo; y pongo esto entre comillas porque significaba un constante
machacar, remachar y confirmar las enseñanzas y las reglas que continuamente
les repetían. En términos algo maquiavélicos, una hermosa forma de generar
convicción: en boca cerrada no entran dudas vestidas de mosca.
¿Pero
no podría verse este gran silencio como un arma de doble filo? Tanto silencio
es sospechoso; si uno no dice lo que piensa, no se puede saber lo que el
cerebro esconde. Pero, ¿puede ser ésta una real preocupación para los altos
mandos jesuíticos? No tenía porque serlo, si ese silencio tenía un doble
sentido: el silencio que es callar la boca y “callar” también los oídos. Como
anteriormente sugerí, era éste un silencio que no se limitaba a sellar los
labios, sino también a no oír “la voz del diablo”, la voz de la duda. De esta
manera, no podía autogenerarse una autocrítica porque no se tenían elementos
externos para comparar o editar las cosas desde otra perspectiva.
Vuelvo
a un punto mencionado en un párrafo anterior: el silencio significaba una
comunicación con Dios, hablar con Él. Esto es importante destacarlo, más si se
tiene en cuenta que era considerado punible el decir que uno hablaba consigo
mismo. De igual forma, implicaba que al
tener el hábito del silencio, se tenía también un hábito de hablar con Dios
mismo, circunstancia que hacía ver al clero secular como menores de edad
espiritual, y verse a sí mismos como los pocos elegidos –entre los muchos
llamados-; en otras palabras, usando palabras de Pedro, se sentían parte de un
“grupo elite, un comando”.
Pero
volvamos a la prohibición de hablar consigo mismos. ¿Por qué esto? ¿Qué tenía
de malo echarse, de vez en cuando, una charlita amena con el amigo que se
esconde tras el espejo? Para que haya una conversación se necesitan dos,
comúnmente diferentes en algo sobre lo que se constituye el tema de la charla.
Si estaba Dios, dirían los altos mandos, ¿para qué hablar con uno mismo? Uno es
solo eso: uno. De esta manera desvirtuaban –y evitaban-, siguiendo rígidos
principios teológicos, las charlas internas, los enfrentamientos entre los
habitantes del individuo. Uno es solo uno, principio tajante y castrante, medio
para la consecución de una admirable disciplina y convicción a prueba de
indeseables voces externas.
Como
puede verse, el silencio no fue solamente una muestra de disciplina, sino
también una herramienta en sí para apoyar la convicción, la creencia. Esto a
través de una “fachada” teológica, que mostraba el silencio como un encuentro
con Dios; en palabras textuales de Pedro: “se suponía que en el silencio uno
pensaba en Dios, en San Ignacio, en los santos…”. Pero al entender el silencio
como no hablar y no oír, se construye una doble barrera, un muro de dos caras:
la cara interna –que no deja salir nada-, y la externa –que impide el ingreso
de “la voz del diablo”-; de esta manera, los únicos que tienen acceso a la
atención del jesuita –por lo menos durante el noviciado- son especialmente los
mentores, el maestro de novicios, los profesores y toda esa suerte de cuadros
dentro de la jerarquía jesuítica, y cuya obligación consistía en formar –darle
forma- al pensamiento de los novicios.
Si esto no fuera así, el riesgo que se correría sería muy alto: se despertaría
un sentido de autocrítica y una crítica al sentido de todo lo que se hacía. Así
que si la convicción no era absoluta, la entrega no era total, de repente todo
se despedazaba, caía el prometedor castillo de cristal de don Ignacio y el
novicio -o el sacerdote- tenía que llorar la muerte de una ilusión.
[1] La entrevista a Pedro tuvo una duración aproximada de noventa minutos.
El texto que se presentó anteriormente sólo cubre una parte de la totalidad de
la entrevista; esto lo hice por dos razones: (1) porque al ser tan extensa y
tan rica en datos dificultaba la labor que me había propuesto y podía convertir
este trabajo en un enorme océano de dos milímetros de profundidad; (2) por lo
dispendioso que habría sido para mí el haber trascrito toda la entrevista y el
riesgo que esto implicaba: convertir a la entrevista en cuerpo y cabeza del
trabajo al limitar el tiempo disponible para su análisis y comentario.