1.
formulación del tema
Una vez el investigador social ha elegido su
objeto de estudio, tiene varias decisiones que tomar. Entre ellas, quizá una de
las más relevantes, está la referente a la relación que habrá de entablar con
dicho objeto: ¿desde adentro o desde afuera?, se pregunta el investigador.
Esta cuestión abarca en sí misma un enfrentamiento que no sólo ocurre en la Historia; es el dilema
entre la teoría o el empirismo, entre la visión deductiva-generalizadora o la
visión inductiva-específica.
El presente ensayo busca aportar algunos elementos
para esta reflexión. En particular, nos centraremos en lo alusivo a la miseria: ¿Es ésta una categoría
universal, unívoca, o por el contrario entraña –según se entienda- en su
interior una postura específica ante la
realidad? E independientemente de esto: si lo que se desea es historiar la
miseria, ¿cómo debe definirse, cómo hacerla inteligible, capaz de articularse
con un marco teórico? Y junto con ésta, aparecen más preguntas: ¿Es obligatorio
haber experimentado la miseria para poder hablar de ella? ¿Qué tipo de
fuentes han de ser útiles para una investigación que se centre en el estudio de
la miseria?
Debido a los límites mismos de este estudio, es
importante decir desde el comienzo que no buscamos aportar una respuesta
exhaustiva a ninguna de estas preguntas; no obstante, vamos a intentar observar
lo que hemos denominado las dos caras de
la miseria. En ese sentido, más que desarrollar una tesis o comprobar una
hipótesis, este ensayo debe ser visto como una invitación a reflexionar sobre
la miseria, en un nivel más teórico
–aunque sin perder de vista el referente empírico-, y sobre las posibilidades
que existen para desarrollar una historia de y/o desde la miseria.
Este ensayo está estructurado de la siguiente
manera: tras un pequeño paréntesis teórico (en el que daremos somera cuenta
de las definiciones de los principales conceptos con que habremos de trabajar),
centraremos nuestra atención en cada una de las caras de la miseria; es decir,
por un lado, en primer lugar, describiremos sucintamente la forma como la
miseria es vista desde arriba y las reacciones que ésta despierta. En segundo
lugar, tomaremos el testimonio de dos escritores que, en un momento determinado
de sus vidas, tuvieron la oportunidad de acercarse a la miseria, ya no sólo como
espectáculo, sino como vivencia cotidiana de de una significativa porción de
la población. Nos referimos a Rafael Barret y a José Antonio Osorio Lizarazo.
El primero de ellos escribió una serie de crónicas sobre la situación social
del Paraguay de comienzos del siglo XX; el segundo centró parte de su atención
en la problemática de la miseria en la capital colombiana. Sirvan los
testimonios de estos dos autores como la base empírica de la que dispondremos
para aproximarnos a esa segunda cara de la miseria.
Algunas
precisiones teóricas
Al ser ésta una invitación a reflexionar –desde la
teoría- sobre algunos aspectos del quehacer del historiador, se ha considerado
pertinente presentar, desde el comienzo, las definiciones de tres conceptos
clave con que habremos de trabajar. Comenzaremos con el que quizá sea el
término más complicado, pero más necesario: Miseria.
A un primer nivel, la miseria puede ser
identificada con la pobreza; es decir, con la falta hasta de lo más necesario
para vivir, en términos materiales. Pero a la miseria también se le vincula con
la pena o desgracia, e incluso con andrajos, suciedad y demás cosas
demostrativas de pobreza extrema que lleva encima alguien o hay en algún
lugar. Entonces, puede verse que la miseria
es tanto la ausencia de los bienes necesarios para subsistencia, como el
“espectáculo” o apariencia de pobreza extrema.[1]
En el presente texto, al aludir a la miseria, estaremos haciendo referencia
tanto a una como a otra acepción, excepto cuando se especifique.
El segundo término a definir es higiene. Entendemos aquí por higiene el
conjunto de reglas y de prácticas que tienden a mantener el cuerpo en buen estado, con el fin de evitar enfermedades. Al aludir a cuerpo,
nos referimos tanto al cuerpo en términos físico-humanos, como en términos
societales.
Ser un conjunto de reglas y prácticas implica –en
mayor o menor grado- la existencia de un modelo de buen estado que funciona como guía para la imposición y ulterior
desarrollo de dichas reglamentaciones y prácticas. Insertando esto en un
marco sociopolítico, la higiene puede verse entonces como una política y la
higienización como una iniciativa gubernamental, es decir, proveniente del ente
encargado de controlar el funcionamiento de la sociedad.
El tercer y último concepto cuya definición
trataremos aquí de esbozar es paternalismo.
Al ser éste un concepto que es capaz de abarcar, en sí, diversas realidades y
haber sido trabajado por diversos /as autores /as desde múltiples perspectivas,
nos limitaremos a ofrecer una definición
aproximativa pero suficiente, más connotativa que denotativa.[2]
Al hablar aquí de paternalismo haremos alusión a un concepto que nos ayuda a definir
un determinado accionar gubernamental. Este accionar puede ser caracterizado
por desarrollarse en una sociedad política y socialmente jerarquizada, en donde
el gobierno –o el gobernante- asume una actitud asistencialista hacia sus
gobernados, al tiempo que centra, justifica y legitima su poder, sus decisiones
y sus prácticas en su conocimiento
privilegiado de las condiciones en las que se encuentra la población y la
sociedad en general. Poseer este “conocimiento privilegiado” implica que tiene
la capacidad de decidir qué es lo mejor para la sociedad (es decir: imponer un
modelo de buen estado ideal), cuya
búsqueda justifica actos, medidas y/o reglamentaciones que pueden ser
clasificadas –dependiendo de la perspectiva- como autoritarias.
Teniendo presentes estas tres someras
definiciones, falta añadir que la higienización
es vista, entonces, como parte de un proyecto gubernamental con rasgos
paternalistas y uno de cuyos objetivos es combatir la miseria, bien en lo que
respecta a la subsistencia, bien a lo que respecta a la apariencia que ésta [la
miseria] brinda. Forma parte de una serie de medidas de control social y, en
determinados casos, busca construir hábitos dentro de la población.
2. lucha contra la amenaza nefanda: la miseria como
espectáculo
Carlos E. Noguera,[3]
al estudiar las prácticas higiénicas durante la primera mitad del siglo XX en
Colombia, habla de la higiene como política y define lo que entiende por dispositivo higiénico al afirmar “el
carácter político de unos saberes y unas prácticas”, cuando “se habla de
higiene como política, es decir, como dispositivo de poder, como mecanismo de
control y gestión social”.[4]
Siguiendo este orden de ideas, puede verse la
higienización (en tanto que proceso) como la puesta en práctica de dicho
dispositivo higiénico. Es, en sí mismo, un proceso de transformación al
interior de diversos ámbitos sociopolíticos; entre ellos, al menos para el caso
colombiano, pueden destacarse:
- El ámbito físico-espacial: Transformación en la disposición y organización espacial del ámbito principalmente urbano. Vg.: construcción de barrios según criterios higienistas, como forma de sanear los sectores más deprimidos.[5]
- El ámbito consuetudinario: Transformación o creación de hábitos y/o costumbres higiénicos. Vg.: campañas dirigidas a la población, cuyo objetivo consiste en transformar el comportamiento popular de manera que encaje en la idea de civilización del gobierno.[6]
- El ámbito educativo: Definición de las instituciones escolares como espacios de formación de ciudadanos higiénicos.
- El ámbito jurídico-administrativo: Creación de instituciones y promulgación de leyes tendientes a funcionar como marco legal de apoyo para el desarrollo de las medidas higienistas. Esta puede ir desde la creación de centros asistenciales que reglamenten el tratamiento de las enfermedades, hasta decretos que ordenen el trato que debe dársele a los enfermos.
- El ámbito socioeconómico: Transformación en las relaciones de trabajo, en tanto que la salud del trabajador condiciona los procesos productivos.
- El ámbito médico: Recepción y transformación de nuevos paradigmas científicos, así como una preocupación novedosa en lo referente a la profilaxis.
Este es, a muy grandes rasgos, el panorama de
transformaciones puestas en marcha en Colombia (al igual que en otros países
latinoamericanos), siguiendo –en mayor o menor grado- los principios higienistas
en boga durante la primera mitad del siglo XX.
En todos los ámbitos puede verse algo en común:
todas estas transformaciones estaban enmarcadas dentro de una “cruzada
civilizadora”, que estaba vinculada –principalmente para el periodo comprendido
entre finales del siglo XIX y comienzos del XX- con principios científicos
provenientes, en su mayoría, de ideas de carácter positivista.[7]
Una de las principales implicaciones de la
inserción de la ciencia (de “lo científico”) en el ámbito sociopolítico fue el
hecho de que ésta [la ciencia] pudo funcionar como argumento que justificó y
dio sustento a la idea de “conocimiento privilegiado de la sociedad” (que ya
habíamos sugerido anteriormente), mucho más si se tienen en cuenta la
influencia e impacto de los planteamientos positivistas.
Entonces tenemos que para la primera mitad del
siglo XX en Colombia –y en Latinoamérica en términos generales- se
experimentaron una serie de transformaciones influenciadas por la idea de
higiene y cuya intención –entre otras- consistió en darle una solución al
problema de la miseria, no tanto como
problemática en sí misma fruto de las desigualdades sociales, sino como causa
potencial de enfermedades.
Hasta aquí hemos visto únicamente algo sobre la
postura de la élite gobernante ante esta problemática. Faltaría ver –y esto
es parte imprescindible de la reflexión teórica que estamos sugiriendo- algo
de las condiciones reales de vida de
los grupos sociales que vivían en la miseria.
En ese sentido, estudiar la higiene como política
significa poner el acento en la segunda acepción dada al término miseria (a saber: espectáculo o
apariencia de pobreza). Pero para entender quizá un poco mejor cómo la miseria
(miseria en términos materiales-vivenciales) se articulaba con los demás
componentes de la sociedad, puede ser útil prestarle ahora atención a aquellos
testimonios que –a pesar de estar influenciados por algún tipo de ideología
política- se aproximaron a ella [a la miseria] “desde adentro”.
3.
caras tristes y manos sucias: la miseria como cotidianidad
Las
medidas higiénicas y sanitarias antes mencionadas no iban primordialmente
dirigidas tanto al mejoramiento de las condiciones de vida reales de la
población, sino, más bien, tenían el objetivo de mejorar las condiciones materiales
(«estéticas») para atraer inversionistas extranjeros. Este interés se sustentaba
en el papel de abastecedores de materias primas que los países latinoamericanos
desempeñaban dentro de la dinámica de la economía internacional.
Este
mejoramiento “material-estético” seguía la pauta que le demarcaba un modelo
establecido a partir de criterios científico-higienistas que, en buena medida,
había sido tomado de Europa o de Estados Unidos. Puede decirse, sin correr el
riesgo de caer en un grave error, que este modelo puede ser entendido como
la representación de una sociedad en la cual no existiera ni la enfermedad ni
la miseria. O al menos, que ninguna de éstas fuera visible ante los ojos
foráneos.
Entonces,
si se buscan las implicaciones de este tipo de representación en el marco de
una política con rasgos paternalistas, puede encontrarse que las
reglamentaciones, medidas, etc., respondían a una cierta imagen ideal-compacta de la sociedad,
incompatible con la realidad fragmentaria en la que vivía una significativa
porción de la población.
Lo
que a continuación presentamos intenta no sólo dar al lector /a una
aproximación a la miseria real en dos países latinoamericanos, sino, al mismo
tiempo, busca servir de sustento a las afirmaciones que hemos expuesto en los
párrafos anteriores. Para ello, como ya se sugirió en el primer apartado, centraremos
nuestra atención en dos “cronistas de su tiempo”: José Antonio Osorio Lizarazo
(en adelante JAOL), y Rafael
Barret (en adelante: rb), dándoles
un espacio –ciertamente generoso- para
escuchar lo que ellos narran y describen de la realidad que los rodea.
3.1.
palabras preliminares sobre la
naturaleza de las crónicas
Es
claro que no se pueden entender las crónicas de JAOL
o las de rb como aquéllas que
durante el medioevo fueron escritas como una manera de ir registrando los
hechos de los grandes hombres. En estas últimas primaba un deseo de enaltecer a
la autoridad, pero sin permitir que la voz narrante se inmiscuyera en la
narración de los hechos; además, eran escritas a medida que sucedían los
acontecimientos que se relataban, convirtiendo el texto en un escrito sin fin
que, tras la muerte del cronista, podía ser continuado por otra pluma que así
se lo propusiera. Es decir, a pesar del sentido que se le buscaba dar (el
enaltecimiento de la autoridad, el camino marcado a los hombres por la Providencia, etc.),
eran relatos inconclusos que carecían de cierre “dramático”, sumario del
significado de la cadena de acontecimientos. En otras palabras, no había dentro
de las crónicas un hecho o una suerte de hechos que tuvieran prelación sobre
los otros a la hora de organizar la narración, sino que simplemente se iban
relatando.
Por
el contrario, estas crónicas “modernas” revisten un cariz diferente. Son,
primero, crónicas periodísticas, cuyo afán es dar a conocer a un amplio
público un acontecimiento, una condición, un hecho acaecido; no van tras un
afán de historiar un espacio y tiempo determinado más allá de lo que se les
impone como límite: el espacio físico con que cuentan en el diario, la atención
limitada del lector y la necesidad de narrar algo puntual y específico de la
forma más integral posible. No obstante, suelen coincidir con las crónicas
medievales en cuanto a su organización cronológica; es decir, lo que se va
narrando se hace de manera que siga la línea dibujada por el tiempo.
Además
de esto, las crónicas revisten una intencionalidad clara, un uso consciente del
espacio para transmitir un mensaje, casi siempre una denuncia. No son textos
ingenuos y sus autores no pretenden serlo. Describen la realidad tal como la
perciben, pero añadiendo en sus escritos un discurso que toma los hechos como
punto de apoyo y argumento fehaciente que puede darles la razón a la hora de
presentar sus críticas y elaborar sus propuestas.
Otra
de las cuestiones dignas de mención y observables en las crónicas de los dos
autores es el cierre que siempre se encuentra en ellas y que no sólo marca un
final sino, también, una finalidad. Entendiendo este tipo de crónicas como
una especie particular de relatos históricos (en tanto se desarrollan bajo una
dimensión cronológica, buscando respuestas al comportamiento humano y dejando
plasmado un testimonio de una época vivida), se puede afirmar que la exigencia
de este cierre en el relato es una forma de demanda de significación moral;
es decir, se le exige implícitamente a la crónica valorar las secuencias
de acontecimientos reales a las que hace referencia.
Estos
textos don entonces herramientas o medios de transmisión de posturas ideológicas-gnómicas[8] que
solían ser incompatible con aquellas que se propugnaban desde la oficialidad,
desde las políticas gubernamentales. No son simples testimonios objetivos que
destacan por la vida que se percibe en sus descripciones; son también textos
de origen subjetivo que nos permiten trascender el mero punto de visto “desde
arriba”, permitiéndonos acceder a un conocimiento más amplio y detallado de una
realidad y una determinada situación social complejas.
3.2
rafael barret y su dolor paraguayo
Rafael
Barret (1876-1910) fue un periodista español que destinó una parte de su vida a
retratar la realidad de los menos favorecidos del Paraguay. “Precursor en
todos los sentidos” y “Descubridor de la realidad social del Paraguay”, al
decir del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, la figura de Barret es tanto
imprescindible para el estudio de la realidad de la nación guaraní de comienzos
de siglo XX, como desconocida en lo que se refiere a un estudio sistemático
de su vida y su obra.[9]
Desafortunadamente,
no es este el estudio que llenará ese vacío. Nos limitaremos, únicamente, a resaltar
algunas de las ideas y testimonios presentes en algunas de las crónicas
periodísticas de este autor, como una forma de aproximarnos a la naturaleza
específica de la miseria en el Paraguay. A continuación presentamos un
cuadro con los artículos de Barret que tendremos en cuenta para esta reflexión:
Título
|
Fecha
de Publicación
|
Tema
|
El Manicomio
|
¿1909?
|
Descripción de un
manicomio en Asunción.
|
Lo que he visto
|
1910
|
Panorama social
del Paraguay rural
|
Los niños tristes
|
1907
|
Descripción de
las condiciones de los niños en Paraguay
|
Hogares Heridos
|
1907
|
Descripción del
“hogar” paraguayo
|
Lo que son los yerbales
|
1910
|
Descripción de
las condiciones laborales en los yerbales paraguayos.
|
Vamos
a dar paso, ahora, a las palabras de Barret. Destacaremos algunos fragmentos de
cada uno de estos textos, para brindarle al lector /a la imagen barretina del
Paraguay de comienzos del siglo XX[10].
Entramos
al Manicomio, “cerca del Asilo [de Mendigos donde] se levanta el sombrío
presidio de los loco” (p. 52). Barret nos invita a seguirlo: “Figuraos una
inmunda cárcel, en que la miseria hubiera hecho perder el juicio a los
infelices abandonados allí adentro. Sobre el fango del patio lúgubre,
acurrucados contra los muros, gimen, cantan, aúllan, veinte o treinta
espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de calabozos negros, con
rejas y enormes cerrojos, agobia la vista. A los barrotes asoma de pronto un
rostro de condenado. Celdas oscuras, desnudas, húmedas. El techo se agrieta.
Las camas son sacos de sucia arpillera. Un hediondo olor a orines, a cubil de
bestias feroces nos hace retroceder.” (p. 52).
Es
este un lugar donde la miseria ha sido abandonada a su suerte, encerrada entre
muros, “rejas y enormes cerrojos”: “El manicomio es el pozo tenebroso a donde
se tira la basura, volviendo los ojos a otra parte. Allí los parientes se desembarazan de quien les estorba. Allí se
vuelca el ciego, el canceroso, la carne maldita. No es preciso estar loco para
caer en el antro. Basta sobrar. […]
¿Para qué asesinar? Llevad vuestras víctimas al manicomio.” (p. 53. El
resaltado es de Barret).
Esta
es la visión de Barret del manicomio de Asunción. Un lugar destinado a esconder
la “carne maldita”; su función es invisibilizar lo que estorba, lo que sobra;
“el pozo tenebroso a donde se tira la basura”. Continuemos ahora el recorrido,
con lo que Barret ha visto en el Paraguay rural.
“[B]ajo
el naranjal escuálido que dejaron los jesuitas, se alza un ranchito de lodo y
de caña, agujero donde se agoniza en la sombra. Entrad: no encontraréis un
vaso, ni una silla. Os sentaréis en un pedazo de madera, beberéis agua fangosa
en una calabaza, comeréis maíz cocido en una olla sucia, dormiréis sobre
correas atadas a cuatro palos. Y pensad que se trata de la burguesía rural”
(pp. 54-55). También aquí se percibe el abandono, la suciedad, los extramuros a
donde no llegan ni las manos caritativas ni las higienizaciones
gubernamentales: “He visto que no se trabaja, que no se puede trabajar, porque
los cuerpos están enfermos, porque las almas están muertas. He visto que los
peones «robustos» no pasan dos semanas sin algún día de diarrea o de fiebre. […]
¡Y he visto los niños, los niños que mueren por millares bajo el clima más sano
del mundo, niños esqueletos, de vientre monstruoso, los niños arrugados, que no
ríen ni lloran, las larvas del silencio!” (p. 55). Y más adelante, encontramos
una primera propuesta de Barret ante esta problemática; propuesta que –no sobra
aclarar- no encaja justamente con las iniciativas higienistas expuestas en
apartados anteriores de este ensayo: “No castiguemos, no acusemos; si no hay en
nuestros hermanos solidaridad, si no aciertan a respetar a sus compañeras ni a
querer a sus hijos, si para evadirse de su oscuro dolor llaman a las puertas de
la lujuria, del alcohol o del juego, no nos indignemos. No debemos juzgar su
mal, debemos curarlo.” (p. 55)
Avanzando
dentro de esta turbia realidad paraguaya de comienzos de siglo XX, Barret se
encuentra con los niños, metonimia de ese dolor paraguayo que le da título a su
obra: “Podemos medir el abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial
de lágrimas y de sangre que en su alma pesa, por este hecho formidable: los
niños están tristes.” (p. 62). Estos niños a los que “No les importa el mundo.
Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan pasar las cosas que suelen ser crueles.
¿Para qué interesarse por nada? Poseen de antemano la melancólica sabiduría.
Corren por sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos, a
la larga, por toda filosofía, de la realidad injusta. Nada han probado aún y se
diría que nada esperan ya.” (p. 63).
Semejante
a esta imagen de los niños paraguayos, es la imagen que da de los hogares
paraguayos: “El hogar paraguayo es una ruina que sangra; es un hogar sin padre.
La guerra[11] se
llevó los padres y no los ha devuelto. […] Detrás, en los ranchos miserables,
hay concubinas o viudas, pero madres al fin, que trabajan la tierra con sus
huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo.” (p. 67)
Terminamos
este recorrido por el Paraguay, en el que puede ser el lugar más abyecto del
que Barret de cuenta: los yerbales. Así se denominaban las grandes plantaciones
de yerba mate, que tras la
Guerra de la Triple
Alianza (o Guerra Grande) pasaron a pertenecer, en su
mayoría, a compañías brasileñas, argentinas o británicas. Las principales
compañías encargadas de la explotación de estos cultivos era la Compañía Industrial
Paraguaya y la Matte
Larangeira, cada una de las cuales –según lo cuenta Barret-
tenía a su disposición entre siete mil y ocho mil leguas de tierras cultivadas.
La forma de extracción de la yerba mate, al decir del autor español, “descansa
en la esclavitud, el tormento y el asesinato”. No siendo nuestro interés
precisamente el de dar cuenta de las formas de explotación presentes en el
Paraguay, vamos a centrar nuestra atención en las condiciones en las
condiciones en las que vivían los trabajadores de estas plantaciones.
Barret
describe al trabajador: “Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un
perpetuo vagabundo de su propia cárcel. Tiene que caminar sin reposo y el
camino es una lucha”. (p128). Y más adelante añade: “Escudriñad bajo la selva:
descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una
criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no
es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. […] La habitación del obrero del
yerbal es un toldito para muchos, cubierto de ramas de pindó. Vivir allí es vivir a la intemperie; se duerme en el suelo,
sobre plantas muertas, como hacen los animales. La lluvia lo empapa todo. […]
Al hambre y a la fatiga se añade la enfermedad.” (p. 130).
Podríamos
continuar, pero consideramos que con lo presentado hasta este punto es
suficiente para hacerse una imagen de la realidad paraguaya de ese entonces.
Antes
de pasar a comentar estas imágenes y sus implicaciones, hemos preferido dar
paso a lo que presenta JAOL, para el caso de la miseria en Bogotá. De esta manera
podremos, más adelante, hacer un sucinto ejercicio de contraste entre los dos
espacios, llamando la atención sobre las diferencias y similitudes, como una
forma de hallar y definir lo que serían los puntos comunes entre estas dos
realidades distantes, pero quizá no tan distintas, dentro del continente
latinoamericano.
3.3.
Osorio Lizarazo y las mansiones de
pobrería
La
obra de José Antonio Osorio Lizarazo es, al decir de Santiago Mutis, “la única
obra verdaderamente urbana que tenemos”[12]
en Colombia. Nacido a finales del siglo XIX, JAOL llevó una vida signada por el
resentimiento social; un resentimiento que había ido cultivando al verse
rodeado por individuos de clase alta, que nunca perdieron la oportunidad de
recordarle su origen humilde. Es precisamente este resentimiento el que se
encuentra plasmado en algunas de sus crónicas y, en especial, en sus novelas,
a través de las cuales trata de mostrar esa cara oculta de la realidad fragmentada
y desigual de la Bogotá
de la primera mitad del siglo XX.[13]
A continuación presentamos un cuadro con las crónicas de JAOL que tendremos
en cuenta para esta reflexión:
Título
|
Año de publicación
|
Tema
|
Carnaval de espíritus
|
1926
|
Descripción del manicomio de mujeres
|
Mansiones de pobrería
|
1926
|
Descripción de los pasajes bogotanos
|
Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció
durante la epidemia de gripa de 1918
|
1939
|
Descripción de las condiciones sanitarias de
la Bogotá de
1918
|
Vamos
a dar paso, ahora, a las palabras de jaol. Destacaremos algunos fragmentos de cada uno
de estos textos, para brindarle al lector /a la imagen que este autor bogotano
nos brinda de la capital colombiana durante la primera mitad del siglo XX[14].
Entremos
en el manicomio de mujeres, en Bogotá: “Hacinadas sobre estrechos bancos,
adosadas a las paredes ennegrecidas por el continuo roce de esa multitud
indefinible, tomando el sol, que se resbala sobre las camisas de un color
desesperadamente gris, las dementes dejan pasar la vida sin sentirla, la vida
estéril y estúpida de la forzosa inactividad” (p. 296). Ya aparecen aquí las
primeras semejanzas con el cuadro pintado por Barret para el caso del Paraguay.
La imagen no es tan desoladora como la descrita por el periodista español; no
obstante, jaol llega a afirmar,
sobre este manicomio: “Es espectáculo que acababa de contemplar era demasiado
real. No era una fantasía, ni una visión de delirio. Era la visión plena,
tenaz, del infierno.” (p. 301).
Hasta
aquí tenemos una miseria escondida tras los muros de un manicomio. Pero afuera,
en los pasajes capitalinos, había una
miseria más visible, entre los callejones y callejuelas de las zonas más
deprimidas de Bogotá: “Ahora vamos a pasear un porco entre la miseria. La
miseria urbana que es tan horrible y tan monstruosa. Vamos a ver esos antros de
pobrería donde se aglomeran familias enteras con sus chiquillos, sus perros,
sus cerdos y sus harapos.” (p. 302).
¿Y qué es lo que va encontrando jaol a su paso? Ve
a un niño “que está tendido, [que] se agita. Tiene fiebre. Está enfermito.
Probablemente morirá. Morirá, como ha vivido, entre la mugre. Porque es el desaseo,
la miseria, más que la enfermedad, lo que lo está matando.” (p.302). Más
adelante, refiriéndose a las condiciones propias de estos pasajes, jaol continúa: “Para entrar a lagunas de las habitaciones
es preciso que me incline bajo las ropas a medio lavar, tendidas en las
puertas. Por el centro del patio, un patio de dos metros de ancho, corre un
caño de agua sucia y mal oliente. El agua potable se recoge en un pozo de
cemento, y allí se amontonan todos los inquilinos a lavar sus harapos. Cae la
mugre entre el pozo, y los niños extraen de allí el
líquido necesario para el servicio de cocina.” (p. 304)
Tras
haber dado un vistazo a estas mansiones
de pobrería, pasemos a escuchar lo que jaol cuenta sobre las condiciones
sanitarias de la Bogotá
de 1918 y sobre la epidemia de gripa de dicho año: “Era hacia septiembre de
1918 y el bacilo misterioso que no pudo ser localizado bajo las lentes de los
microscopios ni pudo ser seguido en su historia clínica, había atravesado el
Atlántico […] Diéronse explicaciones científicas, que no fueron eficaces,
expresáronse conjeturas, sentáronse hipótesis, escribióse mucho y muy largo,
pero la enfermedad seguía asolando los hogares con inaudita crueldad, que no
acertaban a explicarse aquellas excelentes personas de altísimo cuello de
pajarita, sombrero hongo de ala plana y chaqueta de cuatro botones y diminuta
solapa” (pp. 319-320).
Hasta
aquí tenemos entonces la opinión de este cronista bogotano sobre los intentos
“científicos” de acabar con la epidemia. Pasemos a ver ahora lo que cuenta
sobre los hospitales que atendieron esta emergencia, en particular el San Juan
de Dios: “No, no era muy limpio entonces el hospital, en la vieja casona de
San Juan de Dios, y la gripa tuvo un ancho campo para prosperar. Tántos
insectos como se prendían en los cuerpos enflaquecidos, tánta mosca que
manchaba el ambiente, cuánta suciedad en estos largos camisones grises que se
untaban de llaga y se ponían olorosos a cadaverina, eran vehículos perfectos
para llevar la gripa por todos los recovecos del hospital.” (p. 321). Y en
cuanto a la situación general en la ciudad, jaol
afirma: “la ciudad entera habíase convertido en un vasto hospital. Una gran desolación
flotaba sobre ella. […] Se constituyeron juntos de auxilios, que recogían
cuanto pudiera ser útil en tamaña angustia. Los comerciantes ofrecían
cobertores, géneros para sábanas, almohadas. Otras personas entregaban víveres
o medicinas. Pero todo era insuficiente, porque no siempre había quien llevara
esos preciosos recursos al lugar de su destino.” (pp. 324-325). En cuanto a la
situación específica que se vivía en las zonas más deprimidas, jaol añade: “En los barrios pobres, que
comenzaban a formarse sin higiene, sin control, y sin preocupación distinta al
negocio de los terratenientes que habían resuelto urbanizar, la cosa se
presentaba con mayor gravedad. Las gentes humildes morían por centenares.
Familias enteras, de nombres oscuros, desaparecieron en su totalidad. […] El
hambre se reunía a la enfermedad para hacer más implacable la crueldad de los
acontecimientos. Las juntas de auxilio desarrollaban muy difícilmente su
eficacia, por la suspensión del transporte, por los problemas de la integración
de las mismas juntas.” (p. 325).
3.4.
Barret y Osorio Lizarazo: diferencias y similitudes
Después
de haber tenido la posibilidad de conocer los testimonios de los dos autores
que estamos trabajando aquí, es pertinente ahora dedicar este pequeño apartado
a resaltar algunas de las diferencias y similitudes más relevantes entre ambos.
A
un primer nivel, la diferencia más grande entre los dos consiste en que Barret
centra su atención en el ámbito rural, mientras que jaol se enfoca básicamente en lo urbano. Esto quizá pueda
explicar el hecho de que las problemáticas latentes en cada uno de los espacios
descritos difieran; no obstante, en ambos se percibe un mismo problema de
fondo: la orfandad en que se encuentran aquellos a quienes se hace alusión en
las crónicas y en los artículos. Es común encontrar apelativos como desamparo o
abandono (tanto por parte de la autoridad competente, como por parte de los
propios protagonistas de los textos); los cuadros, más allá de lo patético de
la narración, recaen en puntos comunes: suciedad, tristeza, desaseo, falta de
higiene, etc.
También
es importante resaltar el hecho de la invisibilización de la miseria que tanto
uno como otro autor denuncia. El caso de los manicomios es quizá el mejor
ejemplo: son espacios “donde se tira la basura”; recintos cerrados cuyo
objetivo es aislar de la sociedad todos aquellos elementos que “estorban” o
que “sobran”.
Estos manicomios también nos sirven para tener una
imagen más vívida de aquellas instituciones dedicadas al cuidado de los
enfermos mentales. Y no sólo eso: también cuestiona la efectividad de dichas
instituciones a la hora de resolver una problemática que trascendía el mero
ámbito médico-psiquiátrico.
Quizá
la mayor diferencia entre los dos autores radica en las soluciones que sugieren
para resolver el problema de la miseria, así como sus consecuencias. Barret
tiende más hacia un cuidado que evite enjuiciamientos (véase supra); por su lado, de una manera más
bien implícita, jaol sugiere la educación de las clases menos favorecidas,
combatir su indolencia y aplicar medidas con un carácter ciertamente
higienista.
4. A modo de conclusión
Tras
exponer lo que inicialmente hemos definido como las dos caras de la miseria,
desembocamos en la reflexión final de este trabajo, objeto último de este
sucinto estudio.
Vimos
inicialmente la miseria –en tanto espectáculo- como problemática a resolver por
parte de las autoridades competentes. Mencionamos brevemente las diversas
transformaciones que trajo consigo la búsqueda de una solución a esta
cuestión, al menos para el caso colombiano.
Luego nos detuvimos para escuchar las voces de dos
autores que exponían su visión de la miseria, más que como mero espectáculo, como vivencia cotidiana de
una significativa porción de la población. Decidimos darle más espacio a
esta segunda cara por ser una perspectiva en la que –según lo que nuestro limitado
nos permite afirmar- ha sido dejada ciertamente de lado, eclipsada por la
primera de las perspectivas.
Así
pues, como veníamos diciendo, teniendo presente estas dos perspectivas, tenemos
algunos elementos que pueden sernos útiles para responder a la pregunta que
da título a este último apartado. Nos encontramos ante un dilema que bien
puede reproducirse en otros campos de la historia, e incluso que puede
encontrarse en otras ciencias sociales. Nos referimos al enfrentamiento entre
lo analítico y lo descriptivo, entre la mirada objetivista y la mirada
subjetivista, entre lo deductivo y lo inductivo, entre las generalizaciones y
los estudios específicos de caso.
Es
importante dejar claro que no era objeto de este ensayo establecer cuál de los
dos extremos era el más recomendable para el estudio de una realidad histórica
dada. Pero así como no demostramos una preferencia hacia una perspectiva o
hacia otra, sí nos permitimos afirmar el hecho de que más que como opuestos o
extremos irreconciliables, deberían ser vistas como perspectivas mutuamente complementarias.
Es tan necesario conocer y analizar las medidas gubernamentales, la visión de
las élites y las intencionalidades que
guiaban su accionar, como describir y comprender la situación de aquellos que
debido a sus condiciones socioeconómicas tenían muy pocas oportunidades para
hacer escuchar su voz, sus reclamos y sus propias ideas. Es decir, tan
importante es una acepción de la miseria como la otra.
Así
como es importante para el médico conocer la sintomatología, etc. de las
enfermedades con que debe enfrentarse,
también es para él importante tener acceso a la historia clínica del paciente a
quien debe atender. Tanto uno como otro conocimiento son necesarios para poder
brindar la mejor cura posible.
No sobra añadir en esta reflexión el hecho de la
necesidad de construir un marco de criterios capaces de evitar que el
investigador social caiga o reproduzca las posiciones subjetivistas o
ideológicas con que debe enfrentarse (tanto provenientes de las élites como de
los “cronistas de la miseria”). Justamente lo que se pretende al sugerir una
comprensión de la miseria desde sus dos caras es la posibilidad de tener un
mayor número de recursos y fuentes que permitan una reconstrucción más cercana
a la realidad (o al menos más verosímil). Y que al mismo tiempo no se olvide
de la bifacialidad de dicho concepto.
Así
mismo, aprovechamos para resaltar la importancia de la literatura (crónicas,
cuentos, novelas, etc.) como potencial fuente histórica, como fuente primaria
alterna para los estudios históricos. En la literatura lo que se pierde
de objetividad se gana en “vivencialidad”, es decir, se tiene acceso a
dimensiones que quizá otro tipo de documentos no permitan ni siquiera suponer.
[1] Cfr. Moliner, María. Diccionario del uso del español. Tomo 2:
I-Z. Madrid, Gredos, 1998. VOZ: Miseria.
P. 359.
[2] Para una diferenciación entre lo connotativo y lo denotativo, véase: Sartori, G. Lógica y método en las ciencias sociales. México, FCE, 1996. En
especial: pp. 65-81.
[3] Noguera, C. E. Medicina y
Política. Discurso médico y prácticas higiénicas durante la primera mitad del
siglo XX en Colombia. Medellín, EAFIT, 2003. pp. 123-216.
[4] Ibíd. p. 123.
[5] Cfr. Ibíd.. pp. 127-148.
[6] Cfr. Ibíd.. pp. 125-153.
[7] “La segunda mitad del siglo XIX presenció un renacimiento científico
en toda América Latina, asociado tanto a la creencia influenciada del
positivismo como al logro de condiciones económicas y políticas más estables.
Estas últimas [se] constituyeron en gran medida reflejo del modo en que las
economías latinoamericanas fueron integradas a la férula de un capitalismo en
expansión, y a la manera como encontraron su lugar como proveedores de materias
primas en el marco de la división internacional del trabajo que acompañó tal
expansión”. Sagasti, F. R. “Esbozo histórico de la ciencia en América
Latina”. En: Chaparro, F y F. R. Sagasti. Ciencia
y tecnología en Colombia. Bogotá, ICC, 1978. p. 25.
[8] Al hacer aquí alusión a lo gnómico, me remito a la definición
que Ferrater Mora (en: Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía E-J.
Barcelona, Editorial Ariel, 1998. pág. 1470; voz: GNÓMICO) tiene al respecto: “Gnómico es el nombre que se le da a un autor que
dice, o escribe, sentencias de carácter moral”. Esta definición carga en sí
implícitamente la vinculación entre el
‘medio de conocer algo’, el ‘juicio’ que se le otorga y la autoridad que se
tiene para denominarlo bueno o malo a partir del conocimiento realizado del
objeto estudiado.
[9] Una primera buena aproximación a esto puede encontrarse en la Introducción
[“Rafael Barret: Descubridor de la realidad social del Paraguay”] del libro:
Barret, R. El Dolor Paraguayo. Caracas,
Biblioteca Ayacucho, 1987. pp. IX-XXXII, escrita por Augusto Roa Bastos.
[10] Todas las citas a Barret han sido extractadas del libro antes citado
(Véase la nota anterior). En adelante, sólo se citará la página entre
paréntesis.
[11] Cuando habla de guerra,
Barret se refiere a la Guerra
de la Triple Alianza,
acaecida entre 1864 y 1870, y en la que Paraguay perdió un número considerable
de su población masculina.
[12] Mutis Durán, Santiago. “Introducción”. En: Osorio Lizarazo, J. A. Novelas y Crónicas. Bogota, ICC, 1978.
p. IX.
[13] No es objeto de este ensayo dar cuenta extensa de la biografía y la
obra de jaol. Para ello, remitimos
a la Introducción,
citada en la nota al pie anterior.
[14] Todas las citas a jaol han sido extractadas del libro antes citado (Véase la
antepenúltima nota al pie). En adelante, sólo se citará la página entre
paréntesis.
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