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domingo, 11 de marzo de 2012

OSORIO LIZARAZO: CRÓNICAS DE UNA MISERIA URBANA


 INTRODUCCIÓN
El trabajo que aquí se plantea busca hacer una aproximación a algunas facetas de la realidad urbana colombiana a partir de una serie de crónicas periodísticas escritas por el escritor bogotano José Antonio Osorio Lizarazo entre 1926 y 1947.
El criterio de elección de estas crónicas siguió un centro planteado en torno a cuatro ejes temáticos, a saber: (1) clases oprimidas y miseria urbana, (2) burocracia, (3) creencias y supersticiones y (4) modernidad sin modernización. Para su análisis, tomaré cada uno de los ejes por separado, destacando en cada uno de ellos lo que Osorio Lizarazo expone y opina. Esto con el fin de desembocar en una sucinta síntesis final que brinde un panorama aproximativo de la situación colombiana durante las décadas en que fueron escritas las crónicas.
A continuación presento un cuadro explicativo en el que expondré las crónicas elegidas, así como el área a la que considero se refieren:

Título de la Crónica

Tema al que alude

Año de publicación
Carnaval de Espíritus
1
1926
Mansiones de Pobrería
1
1926
La vida misteriosa y sencilla de Julia Ruiz
3
1939
Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918

1

1939
Pablo Emilio Mancera, el hombre que durante 40 años publicó un periódico del que era el único lector

1

1939
Mariana Madiedo, la pitonisa que por más de 30 años ha ejercido en Bogotá la dictadura de la suerte

3

1939
Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar a Bogotá

4

1940
La usura en Bogotá
1
1946
Menosprecio del tiempo
2
1947
El aeroexpreso
2
1947
El “subway” de Bogotá
4
1947
El hombre rural
1
1947
Fracaso de una política
4
1947

Todas estas crónicas fueron tomadas de una selección hecha por Santiago Mutis Durán[1] en la que en una amplia introducción contextualiza al autor en su época y hace un recorrido por toda la crítica literaria que sobre Osorio Lizarazo se ha hecho, aprovechando para llamar la atención sobre la importancia del autor bogotano en las letras colombianos, como aquel que fue capaz de narrar los sucesos cotidianos de los menos favorecidos, adentrándose en las características y problemas de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX.
No obstante, antes de comenzar considero pertinente estudiar un poco la naturaleza de las crónicas: su forma, el contenido implícito de ésta y sus implicaciones. Para esto voy a apoyarme en lo que explica Hayden White en su libro El contenido de la forma, primer ensayo[2].

 LAS CRÓNICAS DE OSORIO LIZARAZO

Es claro que no se pueden entender las crónicas de Osorio Lizarazo como aquéllas que durante el medioevo fueron escritas como una manera de ir registrando los hechos de los grandes hombres. En estas últimas primaba un deseo de enaltecer a la autoridad, pero sin permitir que la voz narrante se inmiscuyera en la narración de los hechos; además, eran escritas a medida que sucedían los acontecimientos que se relataban, convirtiendo el texto en un escrito sin fin que, tras la muerte del cronista, podía ser continuado por otra pluma que así se lo propusiera. Es decir, a pesar del sentido que se le buscaba dar (el enaltecimiento de la autoridad, el camino marcado a los hombres por la Providencia, etc.), eran relatos inconclusos que carecían de cierre “dramático”, sumario del significado de la cadena de acontecimientos. En otras palabras, no había dentro de las crónicas un hecho o una suerte de hechos que tuvieran prelación sobre los otros a la hora de organizar la narración, sino que simplemente se iban relatando.
En el caso de las crónicas de Osorio Lizarazo, éstas revisten un cariz bien diferente. Son, primero, crónicas periodísticas, cuyo afán es dar a conocer a un amplio público un acontecimiento, una condición, un hecho acaecido; no van tras un afán de historiar un espacio y tiempo determinado más allá de lo que se les impone como límite: el espacio físico con que cuentan en el diario, la atención limitada del lector y la necesidad de narrar algo puntual y específico de la forma más integral posible. No obstante, suelen coincidir con las crónicas medievales en cuanto a su organización cronológica; es decir, lo que se va narrando se hace de manera que siga la línea dibujada por el tiempo.
Por otra parte, para el caso especial de Osorio Lizarazo, las crónicas revisten una intencionalidad clara, un uso consciente del espacio para transmitir un mensaje, una denuncia. No son textos ingenuos y él no pretende serlo. Describe la realidad tal como la percibe, pero añadiendo en sus escritos un discurso que toma los hechos como punto de apoyo y argumento fehaciente que le da la razón a la hora de presentar sus críticas y elaborar sus propuestas.
Para el caso específico de la novela, Osorio Lizarazo ve en ella un “instrumento adecuado para despertar una sensibilidad y para formar un ambiente propicio a obtener la afirmación de un equilibrio y de una justicia sociales”[3]. Y puede extrapolarse esta intencionalidad a la escritura de las crónicas. En ellas, centra su atención sobre elementos que logran dar a conocer una faceta desconocida de la realidad cotidiana, como una manera de despertar la necesidad de reaccionar frente a ella.
Otra de las cuestiones dignas de mención y observables en las crónicas de Osorio Lizarazo es el cierre que siempre se encuentra en ellas y que no sólo marca un final sino, también, una finalidad. Entendiendo las crónicas de Osorio Lizarazo como una especie particular de relatos históricos (en tanto se desarrollan bajo una dimensión cronológica, buscando respuestas al comportamiento humano a través de ésta y dejando plasmado un testimonio de una época vivida), puedo decir, siguiendo palabras de White, que “la exigencia de cierre en el relato histórico es una demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de acontecimientos reales en cuanto a su significación como elementos de un drama moral”[4].
De esta manera, pueden entenderse las crónicas de Osorio Lizarazo como herramientas o medios de transmisión de posturas ideológicas-gnómicas[5] que buscaban trazar, a los lectores, el camino de su opinión y su accionar. No son simples testimonios objetivos que destacan por la vida que se percibe en sus descripciones; por el contrario, son textos de origen subjetivo arreglados de tal manera que puedan brindar, con cierta sutileza, un mensaje premeditado, dirigido a un público determinado en un momento determinado.
Con este precedente, ahora sí, continuaré con lo planteado en la Introducción (ver supra).

CLASES OPRIMIDAS Y MISERIA URBANA

No es difícil asociar el nombre de Osorio Lizarazo –cuando éste algo dice- con la necesidad de dar a conocer la miseria creciente y galopante de la urbe colombiana de mediados del siglo XX. Casi todos los críticos importantes que menciona Santiago Mutis Durán en la Introducción del libro antes citado[6] hacen alusión a la preocupación constante de este autor bogotano por plasmar en sus escritos aquella cara desconocida –a veces ignota- de la realidad urbana de Colombia.
Sus crónicas no son la excepción. A pesar de que destina alguna de ellas a temas de diferente índole, la cuestión de la miseria en la que viven las clases menos favorecidas es un punto recurrente al que retorna desde diversas perspectivas.
En “Mansiones de Pobrería”, crónica de 1926, se adentra en los pasajes bogotanos, pequeñas callejuelas infectas en las que, de cualquier manera, residían aquéllos que de una u otra manera se  habían visto cobijados por la realidad de la pobreza y el desaseo. Destaca en este texto el deseo de Osorio Lizarazo por retratar la suciedad de estos lugares, la indolencia de sus habitantes –en tanto falta de acción contra la miseria-, así como la diversidad existente en este entorno, en el que convivían juntos diferentes tipos de pobres, cada uno con una historia particular; esto le permite sugerir, sutilmente, una cierta jerarquización al interior de este grupo social menos favorecido.

Será en “Las escenas …”, de 1939, cuando hará alusión a la incapacidad del Estado de proveer una infraestructura suficiente que pueda combatir el desaseo y la alta tasa de mortalidad que desangra la población bogotana. Asimismo, es de resaltar el hecho de que esta crónica fue escrita 21 años después de la mencionada peste; tiempo suficiente para olvidar muchos detalles pero, también, para reelaborarlos y acomodarlos a una idea más amplia que lograse incluir en sí un mensaje y una denuncia mucho más consolidados e intencionales.
Reiterará esa idea de la incapacidad del Estado colombiano a la hora de defender al pueblo sobre el que gobierna en una crónica de 1946, “La usura en Bogotá”, a través de la cual denunciará la labor mezquina de las casas de empeño y compra-venta, y la ineficacia de la administración y legislación públicas al intentar detener tal labor, en especial al crear  el Banco Prendario Municipal, destinado a sólo aquéllos que disponían de una cierta base económica.

Ya desde 1939 –o incluso desde antes- es visible el intento de despertar en las clases oprimidas una conciencia de su naturaleza, de sus posibilidades y sus potencialidades. Pero no es un llamado fervoroso, sino, más bien, una mención que hace a través del protagonista de una de sus crónicas –Pablo Emilio Mancera-, al tiempo que aprovecha para recordar la naturaleza indolente del pueblo.
Finaliza esta serie de crónicas alusivas a la miseria urbana –dentro de las por mí elegidas- “El hombre rural”, de 1947. En ésta se hace patente la diferenciación clara y tangible entre las masas populares rurales y urbanas; cada una de ellas pertenecientes a medios opuestos, a realidades distantes y distintas, pero que comparten en su seno una misma miseria que, sin mayores sutilezas, Osorio Lizarazo atañe al abandono estatal.
Entre los problemas que este autor bogotano reconoce en la dinámica rural se encuentran los altos costos de transporte y la cuestión irresuelta de la sanidad. Sobre éstos se apoya para explicar el porqué de las migraciones campo-ciudad, fenómeno que alimenta la miseria urbana, al engrosar las filas de las clases oprimidas.

BUROCRACIA

Como víctima directa de la insoportable burocracia, Osorio Lizarazo, a través de dos de sus crónicas, presenta sus impresiones y sustenta sus críticas a esa cultura del trámite innecesario, cada vez más común en una ciudad en pleno crecimiento.
En “Menosprecio del tiempo”, de 1947, el autor se detiene a contar los minutos perdidos en diversos trámites. Sumando unos con otros, logra llegar a las diez horas perdidas entre diligencias y esperas. A pesar de que no todas estas pérdidas tienen su origen en trámites burocráticos, Osorio Lizarazo no escatima esfuerzos a la hora de criticar el sin sentido inherente a muchos de éstos.

Resalta en esta crónica la idea de un tiempo que es oro, de valor intrínseco por su naturaleza efímera. Puede verse cómo el autor mismo ya está imbuido en la dinámica del tiempo capitalista, tiempo de producción, valioso en sí por su capacidad de generar cierto tipo de interés, en tanto  posibilidades de llevar a cabo otro tipo de labores.
Para “Un aeroexpreso”, crónica del mismo año que la anterior, se reitera lo planteado ya, aunque detallando mucho más toda esa suerte de papeleos inútiles y vueltas en círculos que sólo consiguen hacerle perder más tiempo.

Más que un tema central dentro de los que desarrolla en su obra en general, y en las crónicas en particular, la burocracia es un punto sobre el que transita para, a partir de allí, confirmar las deficiencias de un Estado incompetente. Se refiere a la burocracia como producto de una política caótica, una administración desorganizada y una carencia de modernización real más allá de la idea teórica de modernidad de su tiempo.

CREENCIAS Y SUPERSTICIONES

Osorio Lizarazo reserva un espacio, dentro de sus escritos, para hablar sobre algunas de las creencias y supersticiones en la Bogotá de mediados de siglo XX. En dos de las crónicas aquí trabajadas hace hincapié en la importancia de las “artes adivinatorias” de determinados personajes que configuran el panorama urbano.
Así es como, en la crónica “Mariana Madiedo…”, menciona la relevancia de la imagen de esta mujer dentro de la historia de Bogotá; cómo, a través de su labor de pitonisa, pudo labrar el futuro de diversos personajes que la visitaron.
De igual manera, en “La vida misteriosa…”, retoma la dimensión supersticiosa de la población, tan cargada de creencias y esoterismo que definían, en buena medida, sus actitudes y comportamientos.

Pero tras el velo de todo esto, Osorio Lizarazo consigue exponer algunas de sus ideas. Es el caso de la entrada intempestiva de lo que se podría denominar comportamiento “moderno”; una serie de actitudes y actos que van en contra de un conjunto de costumbres y creencias arraigadas desde tiempo atrás en la población y que lograron, a su manera, debilitar una estructura de imaginarios ya constituidos.
De una manera soterrada, que en otros escritos se verá más clara, se remite una vez más a la entrada de toda una marejada de influencias extranjeras y extrañas, aprovechando para enfatizar en la pérdida de valores que esto acarrea consigo.  No consiste tanto en enaltecer las viejas costumbres como en criticar, desde el testimonio de los personajes que habitan sus crónicas, la llegada de ideas antes impensables.

A pesar de no versar específicamente sobre creencias o supersticiones, la crónica “Alirio Caicedo Álvarez, el hombre que durante 35 años ha enseñado a bailar en Bogotá”, ilustra muy bien lo que aquí se plantea. El protagonista del escrito afirma, refiriéndose a una gira que hizo por Colombia en la que enseñaba a la gente los nuevos bailes que venían de Europa: “Me hicieron una guerra… En Tunja, por ejemplo, casi me apedrean. Iba a enseñar bailes y rompía con eso muchas tradiciones e innumerables prejuicios”[7].
No es clara la postura de Osorio Lizarazo frente a la entrada de nuevos influjos provenientes de tierras lejanas y, en su mayoría, desconocidas. Parece tajante enemigo de iniciativas que afectan el nivel de vida de la gente o la política económica del país[8]. Pero en el fondo lo que le molesta no es que se traigan conceptos del exterior, sino que los gobernantes no se tomen la molestia de conocer y reconocer las condiciones reales en las que vive la gente.
Entonces, resumiendo, el problema que se plantea Osorio Lizarazo no es tanto el de la pérdida de las creencias y supersticiones arraigadas en el pueblo, sino el que éstas, acompañadas por muchos otros factores que definen la cotidianidad urbana, no sean tomadas en cuenta por gobierno alguno y, que al ignorárseles, se impongan toda una serie de medidas importadas que no logran solucionar nada.

MODERNIDAD SIN MODERNIZACIÓN

Uno de los puntos recurrentes en las crónicas de Osorio Lizarazo, implícita o explícitamente, es la cuestión que hace referencia a la aparición en Colombia de una afán de modernidad  carente de una base material que sirva de sustento para la adaptación de tales ideas. A esto es a lo que denomino como modernidad sin modernización.

Una de las muestras más representativas de esta postura se encuentra plasmada en la crónica “El ‘subway’ de Bogotá”, escrita para testimoniar las intenciones del gobierno de construir un subway bajo la Calle Real (carrera séptima), como una manera de solucionar el problema de transporte en la capital del país. A esto responde Osorio Lizarazo, acusando a tal iniciativa de ser muestra de una “mentalidad de nuevo rico (sin dinero)” (p. 395), caracterizando a los bogotanos, de paso, como “ostentosos y presumidos por encima de nuestras posibilidades (p. 395).
Pero se repite el punto ya mencionado en el apartado anterior; no se culpa a la idea de querer hacer un subway, sino a presentarlo como obra básica y urgente existiendo una gran cantidad de otras labores mucho más necesarias. Al respecto, explica Osorio Lizarazo:

“Y con tanta deficiencia, en tan precarios medios de vida, sin servicios tan urgentes, como los de teléfonos, policía o crematorios, nuestras autoridades planean un túnel e muchos millones […] Un criterio de exhibicionismo, de suponer que las obras esenciales han de ser suntuarias y no de beneficio público, de vanidosa ostentación de glaxo, es el predominante en algunos sectores de la administración” (p. 396).

Y más adelante concluye:
“Si se quiere copiar algo del extranjero, que sea una empresa útil y provechosa, de beneficio social, de higienización y no de un suntuarismo ostentoso” (p. 398).

Se plantea así la diferenciación entre, por un lado, el país imaginario de los gobernantes, lleno de vanidosa ostentación e inútiles bienes suntuarios y, por el otro, el mundo real, el del drama cotidiano; este último, precisamente, en el que se desenvuelve la existencia de este autor bogotano golpeado por la inequidad y la falta de oportunidades para ascender en la escala social.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

Siguiendo lo mencionado en páginas anteriores en torno a los cuatro ejes temáticos elegidos, pueden observarse varios puntos de común confluencia en éstos. Hay cuestiones que aparecen en los cuatro campos; a veces soterradamente, a veces con una intención clara de mostrarse y darse a conocer.
Sobre estos puntos de común confluencia puede trazarse un esbozo de panorama de la realidad urbana en la Colombia de mediados de siglo XX. Pero se debe tener en cuenta que éste no puede ser más que una alegoría de aquellos tiempos pretéritos. Y es precisamente a través de ejercicios como el que aquí se presenta que se busca aportar imágenes que alimenten esa idea de pasado y  ayuden a su elaboración.
Sin caer en lo maniqueo, Osorio Lizarazo presenta un panorama fragmentado de la realidad colombiana, compuesto por dos extremos lo suficientemente opuestos como para que exista entre ellos un enfrentamiento latente.

Por una parte esta el país de los gobernantes, del que hace mención al referirse a lo absurdo de ciertas políticas, al abandono estatal y a la particular imagen que éste tiene de lo real cotidiano. Componen este país de los gobernantes toda una suerte de políticos y burócratas que ven en las arcas nacionales y en el poder sociopolítico la mejor forma de defender sus intereses y desarrollar su idea de organización social, según lo que importan de otras naciones.
Rodeando este pequeño islote encerrado, introvertido y endógamo, aparece el amplio océano de los desposeídos; aquellos a quienes Osorio Lizarazo denomina como clases oprimidas, que viven entre la miseria y el desaseo, entre el olvido estatal y la lucha cotidiana por la supervivencia en una urbe inescrupulosa o en un medio rural desdeñado y subvalorado.

Una vez planteado este esquema de organización al interior de la sociedad colombiana, Osorio Lizarazo define su posición como representante de esa segunda parte, de aquel inframundo ignoto del que poco se sabe y poco quiere saberse. Se elige en vocero de los que no tienen voz; pero no desde el púlpito o desde la tribuna, sino desde su propio espacio: un espacio apartado de la política y de los grandes hombres de gobierno.
Aislado como permanece, no consigue ascender en la escala social ni introducirse en las altas esferas de poder; debe limitarse a ser un observador, a proponer desde sus vivencias. Es escritor o cronista, no político ni reformista. Y desde esa postura desarrolla su obra, cargada de resquemores, amargas experiencias, profundas decepciones y débiles esperanzas en un pueblo indolente.

A diferencia de otros escritores colombianos –por ejemplo de García Márquez-, no es preocupación de Osorio Lizarazo brindarle confort a sus lectores. Plasma violentamente la realidad que ha tenido en suerte vivir, sin mayores sutilezas, con descripciones descarnadas y voces que se debaten en medio de un marasmo desde el que no se puede ver un porvenir que sea sinónimo de mejoría.
Muestra la cara sucia de Bogotá, la que se esconde entre los pasajes y en las salas de los hospitales. Presenta un panorama de execrable inequidad e injusticia que se apoya, por una parte, en el total desconocimiento y desinterés de los gobernantes por ese tipo de situaciones, y, por otra, en una indolencia o incapacidad de lucha de aquellos que se encuentran bajo el yugo de la más cruda pobreza.
Es una mirada escéptica, pesimista también, de una realidad que no presenta signos de mejoría. Es un testimonio de una Bogotá aún pequeña, pero ya cargada de problemas que no encontrar solución en muchos años. Una visión desde adentro de la ciudad en que habitamos y que nos habita por dentro.


[1] Osorio Lizarazo, J.A.,  Novelas y Crónicas. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978. 800 pp.
[2] White, H., El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Buenos Aires, Paidós Básica, 1992. [1987]. pp. 17-39
[3] Osorio Lizarazo, Op. Cit. p. 422
[4] White, Op. Cit. p. 35
[5] Al hacer aquí alusión a lo gnómico, me remito a la definición que Ferrater Mora (en: Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía E-J. Barcelona, Editorial Ariel, 1998. pág. 1470; voz: GNÓMICO)  tiene al respecto: “Gnómico  es el nombre que se le da a un autor que dice, o escribe, sentencias de carácter moral”. Esta definición carga en sí implícitamente la vinculación  entre el ‘medio de conocer algo’, el ‘juicio’ que se le otorga y la autoridad que se tiene para denominarlo bueno o malo a partir del conocimiento realizado del objeto estudiado.
[6] Me refiero a Osorio Lizarazo, Op. Cit. pp. XI – LXXXVI. En esta Introducción puede encontrarse un recorrido bastante completo por la crítica hecha a la obra del autor bogotano, hasta 1978.
[7] Osorio Lizarazo, Op. Cit. p. 362
[8] Un caso claro de esto último es la crónica “Fracaso de una política”, de 1947, en la que escribe: “En Colombia copiamos el control de precios de otros países. Pero nadie, ni el más erudito estadista […] se puso a mirar el fenómeno colombiano y a apreciarlo en su justo valor” (p. 569).

RESEÑA: Rudé, George. Revuelta popular y conciencia de clase.


RESEÑA: Rudé, George. Revuelta popular y conciencia de clase. Barcelona, Crítica, 1981. 242 pàgs.

Este libro cuenta con cuatro grandes partes precedidas por un Introducción. En ésta, su autor hace un breve recorrido por algunos marcos teóricos de origen marxista, y trata de extraer de ellos elementos útiles que le permitan estudiar las ideologías de protesta, en particular aquellas que se desarrollaron en una época preindustrial. Este recorrido le permite definir algunas de las características de la ideología de protesta, planteando por ejemplo este tipo de ideologías está compuesta por “toda la gama de ideas y creencias que hay debajo de la acción social y política” (p. 8), así como precisa que para la sociedad preindustrial “los términos como conciencia «verdadera» o «falsa» (que Marx aplicó originalmente a la clase trabajadora industrial) no son aplicables en absoluto” (pp. 8-9).
El desarrollo de esta “teoría”  de la ideología de protesta, “comenzando por sus orígenes en Marx y Engels y tal como posteriormente la adaptaron Lukács y Gramsci, cada uno a su manera” (p. 12) es de lo que se encarga la primera parte del libro, compuesta por dos capítulos. En el primero de ellos, Ideología y conciencia de clase, lleva a cabo un recorrido a través del concepto de ideología, desde los planteamientos del mismo Marx y como éste la relación con la conciencia de clase, pasando por Lenin y Lukács, desembocando en A. Gramsci, este último capaz de trascender la imagen de sociedad polarizada sobre la que trabajaban los autores anteriores, para incluir dentro del panorama las ideologías «no orgánicas», mucho más útil para poder entender y analizar la ideología de la praxis.
En el segundo capítulo de esta primera parte, titulado La ideología de la protesta popular, describe y explica los tres componentes que componen a las ideologías populares; a saber: (1) el elemento inherente (base común), (2) el elemento derivado (externo) y (3) las circunstancias y experiencias, que funcionan como matriz donde se lleva a cabo la mezcla de los dos primeros elementos.
La segunda parte, como su título Los Campesinos nos lo indica, está dedicada al estudio de esta clase. Y es posible que sea precisamente en este fragmento del libro donde los errores afloren más claramente y el desprecio de los marxistas británicos hacia los campesinos se haga más evidente. Nos referimos al hecho de que, por una parte, no se brinda en ningún momento una definición de rebelde o de rebeldía, y mucho menos de campesino rebelde. En ninguno de los tres capítulos, En la Europa medieval, Bajo la monarquía absoluta y América Latina, se tiene claro el concepto de campesinos, más allá de ser caracterizados como una clase de tendencia generalmente tradiciona­lista –si no reaccionaria- que poco tuvo que aportar con el desarrollo del movimiento e ideologías de protesta que después se habrían de insertar en el socialismo. Y no sólo esto: es increíble que Rudé no sepa darse cuenta de las grandes diferencias existentes entre la Europa medieval y la América Latina de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En otras palabras, es síntoma de preocupante estulticia el hecho de que este autor incluya Latinoamérica (y a sus gentes) en una parte titulada Campesinos, acompañados por campesinos feudales y los grupos de protesta preindustriales. Y además se olvide tan fácilmente de que éste fue un continente que fue invadido por europeos durante más de 300 años, pero que no obstante logró desarrollar sus propias especificidades sociopolíticas y económicas que hacen que la mera identificación o igualación  con los fenómenos acaecidos en Europa sea insuficiente y, en muchas ocasiones, simplemente errada.

La tercera parte, Revoluciones, está compuesta por cuatro capítulos. En cada uno de éstos se encarga de analizar una revolución preindustrial, es decir, una revolución en la que aún no se había planteado el conflicto interno social en términos de burguesía contra proletariado. Más que repetir lo que plantea Rudé en estos cuatro capítulos, trataremos de plantear algunas preguntas o acotaciones que permitan vislumbrar algunas de las falencias de este autor.
En el segundo capítulo de esta tercera parte, La Revolución Norteamericana, tras caracterizar la sociedad norteamericana a partir de las diferencias y semejanzas con respecto a la sociedad europea de ese momento, sugiere que parte de la idea que justificó el levantamiento popular “nació de la idea de que existía una «conspiración contra la libertad»”  (p. 133). Pero no especifica a qué tipo de libertad se aludía, qué tipo de libertad era la que estaba en peligro. Y a pesar de que no lo dice, si seguimos planteamientos de otros marxistas ciertamente más críticos –como por ejemplo M. Horkheimer- nos daremos cuenta de que esa libertad se refería la libertad de desarrollo económico. Vistas así las cosas habría que retirar todo tipo de romántico idealismo de la revolución norteamericana y denotarla como una lucha en la que tras ideas igualitaristas y humanitaristas, se escondía un trasfondo principalmente económico.

COMENTARIO DE DOCUMENTO: Carta de Bolívar a Santander, del 8 de Junio de 1820



Fuente Editorial: Archivo Santander. Bogotá, Águila Negra, 1914, T. 4, p. 333

Otras ediciones: Cortázar, Roberto, compilador. Correspondencia dirigida al general Santander. Bogotá, Voluntad, 1964. T. 2, Carta No. 412, pp. 168-170

Fuente Documental: Archivo Santander. Bogotá, Águila Negra, 1914. T. 4. p.333

Leída en: Cartas Santander – Bolívar 1820. Tomo II. Fundación para la conmemoración del bicentenario del natalicio y sesquicentenario de la muerte del general Francisco de Paula Santander. Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República, Administración Virgilio Barco, Editorial Nomos, 1988. pp. 183 -185.


Introducción. Una aproximación a la autenticidad del documento


Esta carta que aquí se comenta fue escrita por Simón Bolívar, y dirigida a Francisco de Paula Santander. Está fechada el 8 de Junio, en el Cuartel General del Rosario, ubicado en el actual Departamento de Santander, en Colombia.
El documento lo leí en una compilación llevada a cabo por el gobierno de Virgilio Barco, en el año de 1988. Es por esto mismo, que se debe tener en cuenta que la imagen que brinda este compilado debe concordar con aquella que el gobierno colombiano quiere dar de dos de sus héroes nacionales. Además, hay que tener en cuenta que este documento fue retocado, actualizado y, muy probablemente, adaptado a la visión de aquel que lo compiló [1].

Esta epístola escrita por el “Libertador de las cinco Naciones”, es un testimonio directo que evidencia su necesidad de hombres y pertrechos militares en su campaña contra los españoles realistas situados, en ese entonces, en Cartagena y Cúcuta. Es una comunicación directa con el general Santander y no considero en ningún momento que se trate de un mensaje que encierre dentro de sí algún tipo de código secreto que busque enmascarar un asunto de mayores dimensiones.
En la carta, Bolívar solicita a Santander, entre otras cosas, cien llaneros de Neiva y trescientos del Cauca para reemplazar a aquellos que tiene en el C. G. del Rosario. De igual forma le solicita que mande de Antioquia trescientos hombres con dirección Córdoba, ya que M. A. Figueredo salía hacia el Magdalena. Al mismo tiempo, Bolívar le informa que Heras, un caudillo regional que colaboró en algunas ocasiones con la causa bolivariana, había salido con mil cien hombres, de los cuales habían quedado novecientos; utiliza esta información para recordarle a Santander la necesidad que tiene el ejército libertador de libertos.
Uno de los aspectos más relevantes de esta comunicación es la recomendación que le hace a Santander de que instruya al batallón de Bogotá en el manejo de armas de fuego, «aunque perdemos (sic) estos rifles a fuerza de manejarlos con reclutas y hombres torpes». De igual forma, Bolívar habla un poco sobre las últimas informaciones que ha recibido desde Venezuela (en donde la escasez de comida es cada vez más preocupante).
Finaliza la carta recordándole a Santander el dinero que él le ofreció en alguna ocasión anterior, como una forma de mejorar la difícil situación que atraviesa[2], y enviándole un saludo que, desde mi punto de vista, podría ser juzgado de demasiado hipócrita o sencillamente impuesto por un tercero[3].


COMENTARIO DEL DOCUMENTO


El momento en que se escribió esta carta puede enmarcarse entre dos grandes eventos relacionados con la política de la naciente República de la Gran Colombia (cuya vida, además de ser problemática, fue sumamente breve). El 17 de Diciembre de 1819 se llevó a cabo el Congreso de Angostura, presidido por Bolívar. Fue en este Congreso donde se creó formalmente la República de Colombia, una unión permanente de los Departamentos de Venezuela, Nueva Granada y Quito (este último, por cierto, estaba aún por ser liberado). El otro extremo de este marco temporal puede situarse el 12 de Julio de 1821, fecha en la cual el Congreso de Cúcuta culminó su labor de redacción de la Constitución (de clara tendencia conservadora), que hizo de la casi recién nombrada República de Colombia un Estado fuertemente centralista.
Una de las principales características de este periodo elegido (17.XII.1819 – 12.VII.1821), mas no exclusiva de éste, es la pugna, cada vez más evidente, entre centralistas (encabezados por Bolívar) y federalistas (encabezados en Colombia por Santander). Aquí viene la primera pregunta: ¿Cómo se consiguió la emancipación exitosa de un país existiendo una pugna interna tan clara y, a veces, tan aguerrida? (se toma como suposición que la República de Colombia consiguió una independencia exitosa frente al yugo español; las relaciones de dependencia o coerción ejercidas por otros países sobre Colombia no se toman en cuenta en esta suposición).
Ante la perspectiva de un enemigo común de federalistas y centralistas, éstos decidieron inicialmente dejar de lado sus divergencias y unirse contra el Imperio español. Pero una vez lograban cierta supremacía sobre éste (como en los primeros años de la década de 1810), los problemas internos resurgían, eran tomados nuevamente en cuenta, y el conflicto entre las partes volvía a encenderse (claro ejemplo de esto es el periodo denominado, en la historia de Colombia, como el de la Patria Boba, de 1811-1812 a 1817-1818).
Así pues, es claro que la relación entre Bolívar y Santander se fundamentaba en una profunda necesidad mutua para luchar contra un enemigo común; una relación que me atrevo a denominar hipócrita y llena de segundos intereses.

Simón Bolívar, autor del documento que aquí se comenta, nació en 1783, en el seno de una rica familia venezolana. Se educó en un ambiente ilustrado, viajó mucho e intentó la liberación de todos los pueblos y países de la América española. Fue responsable de la liberación de Venezuela, Nueva Granada, Quito y Perú (que incluía en ese momento a la Audiencia de Charcas). Pensador político informado y atento al acontecer internacional; de fuertes instintos centralistas que fueron poco a poco socavados por la violencia y la anarquía de las nuevas sociedad y por la desintegración de los nuevos Estados. Murió en 1830, (supuestamente) de tuberculosis, camino del exilio, desesperado por la (in)capacidad de Hispanoamérica para la estabilidad y el progreso.
Francisco de Paula Santander, a quien la carta va dirigida, fue un general colombiano promovido por Bolívar; vicepresidente de Colombia entre 1821 y 1828, periodo a través del cual demostró sus dotes de buen administrador y de intransigente liberal. Fue sentenciado a muerte por ser acusado de complicidad en el atentado a Bolívar en 1828; pero esta pena fue permutada por el destierro. Permaneció fuera del país desde 1828 hasta 1832, dos años después de la muerte de Bolívar y una vez la Gran Colombia se había desintegrado completamente. Al volver del exilio, fue presidente de Nueva Granada (1832-1837). Murió en 1840.

Una vez se ha hecho una breve (pero que considero suficiente) contextualización e introducción del periodo  y de los personajes protagonistas de esta carta, paso a enunciar la intención que tengo al comentar este documento. Este sucinto manuscrito escrito por Bolívar a Santander, desde mi punto de vista, permite entrever el grado de hipocresía que se mantenía en la relación entre estos dos hombres. Sumado a esto, se puede añadir una pequeña reflexión sobre la visión que en la actualidad se tiene (o se quiere imponer) de cada uno de estos hombres y de la relación entre ellos.
La rivalidad entre dos individuos o dos entes puede desaparecer ocasionalmente con la aparición de un tercero en el conflicto; éste, sobre quien caen los ataques de ambas partes inicialmente en pugna, puede lograr un mejoramiento transitorio en las relaciones entre los dos primeros. Pero una vez esta tercera parte es derrotada y obligada a replegarse, ese mejoramiento obtenido decae casi inmediatamente. Esto se puede explicar desde varias perspectivas; no obstante, para que se produzca esta situación deben existir ciertas condiciones básicas.
Bolívar respetó y pretendió ser amigo de Santander porque veía en él a un rival calificado con el que debía contar entre sus filas. Así pues, más que una amistad (palabra usada por un buen número de historiadores  para describir la relación entre ambos) era un pacto de conveniencia, no sólo social (pacto que brindaba ciertas seguridades personales a nivel social y político y que permitía la continuación de acciones de lado y lado con un grado notable de libertad), sino también subjetivo (pacto que brindaba una seguridad personal, tranquilizadora y que le permitía a ambos sentirse tranquilos). Desde esta perspectiva, las biografías tradicionales de estos “héroes patrios” pueden ser reinterpretadas. Pero eso podría ser objeto de otro estudio; yo me limitaré a trabajar sobre la carta en cuestión, aunque considerando pertinente mencionar, cada vez que sea necesario, algunos acontecimientos que ilustren y expliquen el orden y el porqué de  mis razonamientos e interpretaciones.
Es importante anotar que al no ser los documentos originales aquellos que fueron consultados para escribir este comentario, y la vaga aclaración anteriormente citada (sumado al carácter “patriótico” de esta publicación) se podría suponer que algunas de las expresiones o giros fueron retocados con el fin de dar un tono ameno y afable a la conversación epistolaria entablada por Santander y Bolívar. En resumidas cuentas, considero que habría que desconfiar de las palabras o frases que endulcen o suavicen el sentido del contenido. La epístola está escrita en un tono muy amigable; hacen aparición frases como «querido general» o «apreciable carta» que corroboran, en cierta medida lo que acabo de mencionar.
Esta comunicación es un fiel reflejo de la dependencia logística que ataba a Bolívar con Santander. De ahí, quizá, el tono amable y cordial  que, a mi forma de ver, demuestra sutilmente la necesidad de un pacto de conveniencia mutuo. Desafortunadamente, para el lector esto puede sonar un poco a persecución de mi parte, al fundamentarme simplemente en el tono  de una comunicación. Así pues, me valdré de un ejemplo que considero pertinente, ya que brinda mayor claridad sobre el asunto de la mutua conveniencia, que implicaba alimentar una relación llena de hipocresía y cordialidad falsa. Algunos meses antes de haber sido escrita esta carta, en Octubre de 1819, Santander llenó de consternación a Bolívar cuando ordenó el fusilamiento del coronel Barreiro y de 38 oficiales prisioneros después de la Batalla de Boyacá. Notando el disgusto con que algunos círculos allegados a Bolívar tomaron este hecho, Santander le escribió, el 31 de Octubre del mismo año, una larga carta para justificar su acto de venganza. Presente aquí un pequeño aparte de ésta: «Mi deber era asegurar un territorio que todavía estaba plagado de enemigos, y asegurarlo de una manera sólida y estable.  [...] La existencia de la República, su seguridad, era incompatible con la existencia de tales hombres: era menester que murieran o que el Estado quedase expuesto a un trastorno inevitable»[4] (el resaltado es mío). Pero el cinismo de Santander no es lo más preocupante en este caso, ni las interpretaciones de algunos historiadores colombianos que apoyan su justificación (a pesar de ser de gran importancia y de sumo interés, estos temas van más allá del tema de este comentario). Lo que debe preocuparnos, o por lo menos a mí me preocupa porque me da la evidencia que yo considero necesaria para comprobar lo hipócritas e interesadas que fueron las relaciones entre estos dos hombres, es la respuesta de Bolívar. Apartes de su respuesta: «[...]Nuestros enemigos no creerán la verdad, o por lo menos supondrán artificiosamente que nuestra severidad no es un acto de forzosa justicia, sino una represalia o una venganza gratuita. Pero sea lo que fuere, yo doy las gracias a vuestra excelencia por el celo y actividad con que ha procurado salvar la República con esta dolorosa medida. Nuestra reputación sin duda padecerá »[5]. (el resaltado es mío).


BALANCE


Partiendo de mi intención de encontrar en este sucinto manuscrito de Bolívar algo que me sirviera para comprobar la hipocresía y falsedad latente de la relación entre éste y Santander, considero que este documento me es insuficiente para aseverar tal cosa. Por tal razón, me vi en la necesidad de citar otros documentos que, a pesar de pertenecer a los dos protagonistas de la situación que me interesa estudiar, no son el objeto del comentario que aquí presento.

Esta carta puede servir como un pequeño punto de partida para estudios más detallados y menos instintivos (que el que aquí se presenta). De igual forma, sería injusto e incluso irresponsable, verlo desde una sola perspectiva, con una sola intención. Este documento puede servir también como fuente básica para problemáticas como la instrucción militar en jóvenes y niños en el periodo de las Guerras de Independencia en Colombia, los pertrechos y hombres que Bolívar solicitó y Santander le concedió y consiguió en la campaña libertadora, la situación de los patriotas venezolanos en el año de 1820, entre otros muchos temas más. No obstante, para el tema que me planteé desde un comienzo (analizar las relaciones personales entre Santander y Bolívar, basándome en el lenguaje que utilizaban y en los acontecimientos históricos que los ligaron o dividieron, como una forma de desmitificar aquella relación de amistad y complicidad que ciertos historiadores de corte tradicionalista, y superficial, tratan de defender), considero este solo manuscrito como insuficiente, mas no inútil para el tema por mí planteado.



[1] Digo esto refiriéndome a la aclaración que aparece en las primeras páginas del libro y que dice: «Los textos que se reúnen en el presente volumen han sido actualizados ortográfica y tipográficamente, conservando la integridad de su contenid. (el resaltado es mío). Esto último, es lo que yo pongo en duda.
[2] La frase exacta es: «Esto no es lisonjero, pero si usted manda el dinero que he pedido y usted me ha ofrecido, todo se remediará a fuerza de sacrificios, de actividad y de celo».
[3] La frase con la que se despide Bolívar de Santander en esta carta es: «Soy de usted su amigo de corazón».
[4] Citado en: Arizmendi Posada, Ignacio. Presidentes de Colombia. 1810-1990. Colección NHC. Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1989. p. 55
[5] Ibíd.  p. 56