Texto en respuesta al artículo "Malditos Bogotanos" del bogotano Giovanni Acevedo.
Por Juan
Biermann (también bogotano)
Es fatigante
seguir escuchando voces –criadas en Bogotá– que no escatiman esfuerzo, detalle
ni adjetivo para recordarnos todo aquello detestable que puede encontrarse, a
diario, por las calles de esta, pese a tanto, hermosa ciudad. Digo fatigante
porque es escuchar, una y otra vez, tan solo voces, que señalan, incriminan y
sentencian, sin atreverse a usar las manos para cambiar algo de todo aquello
terrible que en esta ciudad detectan.
Yo, como nacido
y criado en esta ciudad, también quisiera sentarme a llorar derrotado; decir
que esta urbe no es más que una prisión de pájaros de alas atrofiadas,
incapaces de toda civilización y urbanidad; mezcla promiscua de razas,
dialectos y rencores. Y, entre sollozos, señalar a diestra y siniestra, a
azules y rojos, a pobre y a ricos, al norte y al sur, al gobierno y al
ciudadano, al de ruana y al de corbata, al clima y a la guerra… Acusarlos a
todos del malestar que me produce saberme de una ciudad a la que poco, muy
poco, se la quiere.
Vivo convencido
de que bogotano es aquel que extraña Bogotá cuando está lejos. Lejos puede ser
Villeta, Mesitas, incluso Choachí o el mismo Sumapaz. Y a veces creo que lo que
se extraña, en el fondo, no es más que una curiosa tibieza (curiosa en tan
lluviosa ciudad), de almohada mullida y, a la vez, compartida (quién sabe con
quién). Bogotá, pulpo que si no te abraza, te estrangula o te paraliza, mitad
tentáculos cariñosos, mitad medusa implacable.
Se podría decir –como
se dice de Berlín– que en Bogotá no vive cualquier persona; que ésta es una
ciudad con filtro, apta sólo para los más aptos, trinchera restringida, feudo
displicente y muchas cosas más. Se podría decir que a Bogotá sólo entra a vivir quien esté dispuesto a
hacer del resto del mundo una compleja –pero ausente– abstracción. Se podría
decir que Bogotá es el vertedero de más de medio siglo de violencia. También,
podríamos salir a la calle –sin chalecos antibalas o escoltas– y notar que
aquello que el atlas o Google Earth
llama Bogotá, es un sinnúmero de barrios e historias, yuxtapuestos en
convivencia, cual ajiaco en el que cada quien busca y ofrece ese dichoso sabor
de casa.
Yerra quien
sigue buscando El Dorado en estas tierras, convencido de que hallará el tesoro
dispuesto en cofres o en pleitesía multitudinaria [Habría que aclarar que
Bogotá no es árbol, sino jardín]. Yerra quien no toma en serio esta ciudad,
asumiéndola sucursal de quién sabe qué. Yerra quien solo ve centros
comerciales, caótico transporte masivo, vándalos o huecos, en esta ciudad.
Bogotá es una
aventura. No conoce futuro. Tiene 475 años; y, como si fuera de 15, aún cree en
el amor, pese al mundo entero que la rodea.
Ahora sí,
respondiéndole a Giovanni Acevedo:
De acuerdo con
que quienes aquí habitan esta ciudad –“sin importar de qué pueblo vengan” – son
bogotanos. Y, en ese sentido, no considero que habiten Bogotá quienes
permanecen confinados en centros comerciales o en automóviles de escotillas
bien cerradas.
A veces, creo
que usted sobredimensiona lo exclusivo del maldito
comportamiento bogotano. Se nota que no es capaz de creer posible algo peor a
la tragedia que nos describe. Pareciera decir: ‘En esta ciudad no se halla lo
mejor del mundo, sino sólo lo peor, lo insuperablemente peor’. Atribuciones
propias de provinciano, al que 'cosmopolita'
le suena a revista de moda y no a Weltanschauung.
Sigamos: Si
tanto lo apesadumbra aquella “señora obesa” de “la 79 con Caracas”, sugeriría
humildemente que se olvide de ella y dedique sus horas –las disponibles– a
preguntarse si eso que escribe, que ha escrito, no “enmugra” (verbo propio del
profano vulgo) un idioma que merece tanto o más respeto que el sector informal
de la economía de este país.
Debo aclarar que
no me interesa, en ningún momento, insultar a nadie. Por el contrario, busco
entender mejor a qué van tantos agravios proferidos, contra una ciudad y sus
habitantes, por alguien que –al parecer, por lo que afirma reiteradamente–
observa a Bogotá a través del vidrio de su auto o de su oficina/cuarto. No lo digo
tampoco buscando explicaciones, argumentos o verdades a favor de lo que se le
critica a esta ciudad. Llevo aquí viviendo más de treinta años, con lo cual no
me sorprende que haya gente que note ciertas cosas y esto le cause hondo
malestar. Lo que me sorprende es la ceguera, el autismo, el exacerbado
solipsismo que lleva a alguien a ver esta
ciudad –más que un proyecto de convivencia en la diversidad– como una fuente de
satisfacción de sus necesidades individuales, más allá de lo que sienta, piense o le ocurra a los demás habitantes de un país en plena construcción, aquejado
por profundas injusticias e inequidades, y del que Bogotá no puede escapar
(como sí puede Giovanni cada vez que sube el vidrio de su auto o el volumen del
aparato que tenga conectado a sus oídos).
Para terminar:
Creo que el mejor remedio para las tribulaciones de Giovanni Acevedo podría
encontrarse en viajar. Asumo que sus obligaciones no le darán para alejarse de
su desgraciada Bogotá más de dos semanas. Eso bastaría: podría viajar a Quito,
a Lima, al DF, a Buenos Aires o a Montevideo, para darse cuenta que Bogotá es
como un tatuaje que se lleva grabado en la cara. El espejo nos lo recuerda a
diario. Aunque si esta perspectiva hispanohablante resulta antipática o
indeseable, estaría bien que dedicara esas dos semanas a disfrutar el invierno
alemán, francés, inglés o, incluso, italiano; que no viene mal darse cuenta
cuán ingrato se puede volver uno cuando se olvida de ser hospitalario.
Giovanni, de
corazón, lo invito a que consiga amigos y amigas que, desacomodándolo de su
vehículo o de la tibieza de su recinto cerrado, sean capaces de enseñarle un
poco de la belleza de la vida que late en ésta, su ciudad.
Con fraternal
saludo bogotano,
Juan Biermann
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