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martes, 23 de abril de 2013

Entre paternalismo y orfandad: ¿es posible una historia de(sde) la miseria? Una reflexión teórica



1.    formulación del tema
Una vez el investigador social ha elegido su objeto de estudio, tiene varias decisiones que tomar. Entre ellas, quizá una de las más relevantes, está la referente a la relación que habrá de entablar con dicho ob­je­to: ¿desde adentro o desde afuera?, se pregunta el investigador. Esta cuestión abarca en sí misma un enfrentamiento que no sólo ocurre en la Historia; es el dilema entre la teoría o el empirismo, entre la visión deductiva-generalizadora o la visión inductiva-específica.
El presente ensayo busca aportar algunos elementos para esta reflexión. En particular, nos centraremos en lo alusivo a la miseria: ¿Es ésta una categoría universal, unívoca, o por el contrario entraña –según se entienda- en su interior una postura específica  ante la realidad? E independientemente de esto: si lo que se desea es historiar la miseria, ¿cómo debe definirse, cómo hacerla inteligible, capaz de articular­se con un marco teórico? Y junto con ésta, aparecen más preguntas: ¿Es obligatorio haber expe­ri­men­ta­do la miseria para poder hablar de ella? ¿Qué tipo de fuentes han de ser útiles para una investigación que se centre en el estudio de la miseria?
Debido a los límites mismos de este estudio, es importante decir desde el comienzo que no buscamos aportar una respuesta exhaustiva a ninguna de estas preguntas; no obstante, vamos a intentar observar lo que hemos denominado las dos caras de la miseria. En ese sentido, más que desarrollar una tesis o com­probar una hipótesis, este ensayo debe ser visto como una invitación a reflexionar sobre la mise­ria, en un nivel más teórico –aunque sin perder de vista el referente empírico-, y sobre las posibilida­des que existen para desarrollar una historia de y/o desde la miseria.
Este ensayo está estructurado de la siguiente manera: tras un pequeño paréntesis teórico (en el que da­re­mos somera cuenta de las definiciones de los principales conceptos con que habremos de trabajar), cen­traremos nuestra atención en cada una de las caras de la miseria; es decir, por un lado, en primer lu­gar, describiremos sucintamente la forma como la miseria es vista desde arriba y las reacciones que és­ta despierta. En segundo lugar, tomaremos el testimonio de dos escritores que, en un momento de­ter­mi­nado de sus vidas, tuvieron la oportunidad de acercarse a la miseria, ya no sólo como espectáculo, si­no como vivencia cotidiana de de una significativa porción de la población. Nos referimos a Rafael Ba­rret y a José Antonio Osorio Lizarazo. El primero de ellos escribió una serie de crónicas sobre la si­tua­ción social del Paraguay de comienzos del siglo XX; el segundo centró parte de su atención en la pro­blemática de la miseria en la capital colombiana. Sirvan los testimonios de estos dos autores como la base empírica de la que dispondremos para aproximarnos a esa segunda cara de la miseria.
Algunas precisiones teóricas
Al ser ésta una invitación a reflexionar –desde la teoría- sobre algunos aspectos del quehacer del historiador, se ha considerado pertinente presentar, desde el comienzo, las definiciones de tres conceptos clave con que habremos de trabajar. Comenzaremos con el que quizá sea el término más complicado, pero más necesario: Miseria.
A un primer nivel, la miseria puede ser identificada con la pobreza; es decir, con la falta hasta de lo más necesario para vivir, en términos materiales. Pero a la miseria también se le vincula con la pena o des­gra­cia, e incluso con andrajos, suciedad y demás cosas demostrativas de pobreza extrema que lleva encima al­guien o hay en algún lugar. Entonces, puede verse que la miseria es tanto la ausencia de los bienes ne­ce­sa­rios para subsistencia, como el “espectáculo” o apariencia de pobreza extrema.[1] En el presente texto, al alu­dir a la miseria, estaremos haciendo referencia tanto a una como a otra acepción, excepto cuando se es­pe­ci­fi­que.
El segundo término a definir es higiene. Entendemos aquí por higiene el conjunto de reglas y de prác­ticas que tienden a mantener el cuerpo en buen estado, con el fin de evitar enfermedades. Al aludir a cuer­po, nos referimos tanto al cuerpo en términos físico-humanos, como en términos socie­ta­les.
Ser un conjunto de reglas y prácticas implica –en mayor o menor grado- la existencia de un modelo de buen estado que funciona como guía para la imposición y ulterior desarrollo de dichas reglamen­ta­cio­nes y prácticas. Insertando esto en un marco sociopolítico, la higiene puede verse entonces como una política y la higienización como una iniciativa gubernamental, es decir, proveniente del ente encargado de controlar el funcionamiento de la sociedad.
El tercer y último concepto cuya definición trataremos aquí de esbozar es paternalismo. Al ser éste un concepto que es capaz de abarcar, en sí, diversas realidades y haber sido trabajado por diversos /as autores /as desde múltiples perspectivas, nos limitaremos  a ofrecer una definición aproximativa pero suficiente, más connotativa que denotativa.[2]
Al hablar aquí de paternalismo haremos alusión a un concepto que nos ayuda a definir un determinado accionar gubernamental. Este accionar puede ser caracterizado por desarrollarse en una sociedad política y socialmente jerarquizada, en donde el gobierno –o el gobernante- asume una actitud asistencialista hacia sus gobernados, al tiempo que centra, justifica y legitima su poder, sus decisiones y sus prácticas en su conocimiento privilegiado de las condiciones en las que se encuentra la población y la sociedad en general. Poseer este “conocimiento privilegiado” implica que tiene la capacidad de decidir qué es lo mejor para la sociedad (es decir: imponer un modelo de buen estado ideal), cuya búsqueda justifica actos, medidas y/o reglamentaciones que pueden ser clasificadas –dependiendo de la perspectiva- como autoritarias.
Teniendo presentes estas tres someras definiciones, falta añadir que la higienización es vista, entonces, como parte de un proyecto gubernamental con rasgos paternalistas y uno de cuyos objetivos es combatir la miseria, bien en lo que respecta a la subsistencia, bien a lo que respecta a la apariencia que ésta [la miseria] brinda. Forma parte de una serie de medidas de control social y, en determinados casos, busca construir hábitos dentro de la población.

2. lucha contra la amenaza nefanda: la miseria como espectáculo

Carlos E. Noguera,[3] al estudiar las prácticas higiénicas durante la primera mitad del siglo XX en Colombia, habla de la higiene como política y define lo que entiende por dispositivo higiénico al afirmar “el carácter político de unos saberes y unas prácticas”, cuando “se habla de higiene como política, es decir, como dispositivo de poder, como mecanismo de control y gestión social”.[4]
Siguiendo este orden de ideas, puede verse la higienización (en tanto que proceso) como la puesta en práctica de dicho dispositivo higiénico. Es, en sí mismo, un proceso de transformación al interior de diversos ámbitos sociopolíticos; entre ellos, al menos para el caso colombiano, pueden destacarse:
  1. El ámbito físico-espacial: Transformación en la disposición y organización espacial del ámbito principalmente urbano. Vg.: construcción de barrios según criterios higienistas, como forma de sanear los sectores más deprimidos.[5]
  2. El ámbito consuetudinario: Transformación o creación de hábitos y/o costumbres higiénicos. Vg.: campañas dirigidas a la población, cuyo objetivo consiste en transformar el comportamiento popular de manera que encaje en la idea de civilización del gobierno.[6]
  3. El ámbito educativo: Definición de las instituciones escolares como espacios de formación de ciudadanos higiénicos.
  4. El ámbito jurídico-administrativo: Creación de instituciones y promulgación de leyes tendientes a funcionar como marco legal de apoyo para el desarrollo de las medidas higienistas. Esta puede ir desde la creación de centros asistenciales que reglamenten el tratamiento de las enfermedades, hasta decretos que ordenen el trato que debe dársele a los enfermos.
  5. El ámbito socioeconómico: Transformación en las relaciones de trabajo, en tanto que la salud del trabajador condiciona los procesos productivos.
  6. El ámbito médico: Recepción y transformación de nuevos paradigmas científicos, así como una preocupación novedosa en lo referente a la profilaxis.
Este es, a muy grandes rasgos, el panorama de transformaciones puestas en marcha en Colombia (al igual que en otros países latinoamericanos), siguiendo –en mayor o menor grado- los principios higienistas en boga durante la primera mitad del siglo XX.
En todos los ámbitos puede verse algo en común: todas estas transformaciones estaban enmarcadas dentro de una “cruzada civilizadora”, que estaba vinculada –principalmente para el periodo comprendido entre finales del siglo XIX y comienzos del XX- con principios científicos provenientes, en su mayoría, de ideas de carácter positivista.[7]
Una de las principales implicaciones de la inserción de la ciencia (de “lo científico”) en el ámbito sociopolítico fue el hecho de que ésta [la ciencia] pudo funcionar como argumento que justificó y dio sustento a la idea de “conocimiento privilegiado de la sociedad” (que ya habíamos sugerido anteriormente), mucho más si se tienen en cuenta la influencia e impacto de los planteamientos positivistas.
Entonces tenemos que para la primera mitad del siglo XX en Colombia –y en Latinoamérica en tér­mi­nos generales- se experimentaron una serie de transformaciones influenciadas por la idea de higiene y cu­ya intención –entre otras- consistió en darle una solución al problema  de la miseria, no tanto como pro­blemática en sí misma fruto de las desigualdades sociales, sino como causa potencial de enfer­me­da­des.
Hasta aquí hemos visto únicamente algo sobre la postura de la élite gobernante ante esta pro­ble­má­tica. Faltaría ver –y esto es parte imprescindible de la reflexión teórica que estamos su­gi­rien­do- algo de las condiciones reales de vida de los grupos sociales que vivían en la miseria.
En ese sentido, estudiar la higiene como política significa poner el acento en la segunda acepción dada al término miseria (a saber: espectáculo o apariencia de pobreza). Pero para entender quizá un poco mejor cómo la miseria (miseria en términos materiales-vivenciales) se articulaba con los demás componentes de la sociedad, puede ser útil prestarle ahora atención a aquellos testimonios que –a pesar de estar influenciados por algún tipo de ideología política- se aproximaron a ella [a la miseria] “desde adentro”.

3. caras tristes y manos sucias: la miseria como cotidianidad

Las medidas higiénicas y sanitarias antes mencionadas no iban primordialmente dirigidas tanto al me­jo­ramiento de las condiciones de vida reales de la población, sino, más bien, tenían el objetivo de me­jo­rar las condiciones materiales («estéticas») para atraer inversionistas extranjeros. Este in­te­rés se sus­ten­taba en el papel de abastecedores de materias primas que los países latino­ame­ri­ca­nos de­sem­pe­ña­ban dentro de la dinámica de la economía internacional.
Este mejoramiento “material-estético” seguía la pauta que le demarcaba un modelo establecido a par­tir de criterios científico-higienistas que, en buena medida, había sido tomado de Europa o de Es­tados Uni­dos. Puede decirse, sin correr el riesgo de caer en un grave error, que este modelo puede ser en­ten­di­do como la representación de una sociedad en la cual no existiera ni la enfermedad ni la miseria. O al menos, que ninguna de éstas fuera visible ante los ojos foráneos.
Entonces, si se buscan las implicaciones de este tipo de representación en el marco de una políti­ca con ras­gos paternalistas, puede encontrarse que las reglamentaciones, medidas, etc., res­pon­dían a una cier­ta imagen ideal-compacta de la sociedad, incompatible con la realidad frag­men­ta­ria en la que vivía una significativa porción de la población.
Lo que a continuación presentamos intenta no sólo dar al lector /a una aproximación a la miseria real en dos países latinoamericanos, sino, al mismo tiempo, busca servir de sustento a las afirma­ciones que he­mos expuesto en los párrafos anteriores. Para ello, como ya se sugirió en el primer apartado, cen­tra­re­mos nuestra atención en dos “cronistas de su tiempo”: José Antonio Osorio Lizarazo (en adelante JAOL), y Rafael Barret (en adelante: rb), dándoles un espacio –ciertamente  generoso- para escuchar lo que ellos narran y describen de la realidad que los rodea.

3.1. palabras preliminares sobre la naturaleza de las crónicas

Es claro que no se pueden entender las crónicas de JAOL o las de rb como aquéllas que durante el medioevo fueron escritas como una manera de ir registrando los hechos de los grandes hombres. En estas últimas primaba un deseo de enaltecer a la autoridad, pero sin permitir que la voz narrante se inmiscuyera en la narración de los hechos; además, eran escritas a medida que sucedían los acontecimientos que se relataban, convirtiendo el texto en un escrito sin fin que, tras la muerte del cronista, podía ser continuado por otra pluma que así se lo propusiera. Es decir, a pesar del sentido que se le buscaba dar (el enaltecimiento de la autoridad, el camino marcado a los hombres por la Providencia, etc.), eran relatos inconclusos que carecían de cierre “dramá­tico”, sumario del significado de la cadena de acontecimientos. En otras palabras, no había dentro de las crónicas un hecho o una suerte de hechos que tuvieran prelación sobre los otros a la hora de organizar la narración, sino que simplemente se iban relatando.
Por el contrario, estas crónicas “modernas” revisten un cariz diferente. Son, primero, crónicas pe­riodísticas, cuyo afán es dar a conocer a un amplio público un acontecimiento, una condición, un hecho acaecido; no van tras un afán de historiar un espacio y tiempo determinado más allá de lo que se les impone como límite: el espacio físico con que cuentan en el diario, la atención limi­ta­da del lector y la necesidad de narrar algo puntual y específico de la forma más integral po­si­ble. No obstante, suelen coincidir con las crónicas medievales en cuanto a su organización cro­no­ló­gica; es decir, lo que se va narrando se hace de manera que siga la línea dibujada por el tiempo.
Además de esto, las crónicas revisten una intencionalidad clara, un uso consciente del espacio para transmitir un mensaje, casi siempre una denuncia. No son textos ingenuos y sus autores no pretenden serlo. Describen la realidad tal como la perciben, pero añadiendo en sus escritos un discurso que toma los hechos como punto de apoyo y argumento fehaciente que puede darles la razón a la hora de presentar sus críticas y elaborar sus propuestas.
Otra de las cuestiones dignas de mención y observables en las crónicas de los dos autores es el cie­­rre que siempre se encuentra en ellas y que no sólo marca un final sino, también, una fina­li­dad. Entendiendo este tipo de crónicas como una especie particular de relatos históricos (en tanto se desarrollan bajo una dimensión cronológica, buscando respuestas al comportamiento humano y dejando plasmado un testimonio de una época vivida), se puede afirmar que la exigencia de es­te cierre en el relato es una forma de demanda de significación moral; es decir, se le exige im­plí­citamente a la crónica valorar las secuencias de acontecimientos reales a las que hace referencia.
Estos textos don entonces herramientas o medios de transmisión de posturas ideológicas-gnómi­cas[8] que solían ser incompatible con aquellas que se propugnaban desde la oficialidad, desde las políticas gubernamentales. No son simples testimonios objetivos que destacan por la vida que se percibe en sus des­crip­ciones; son también textos de origen subjetivo que nos permiten trascender el mero punto de visto “desde arriba”, permitiéndonos acceder a un conocimiento más amplio y detallado de una realidad y una determinada situación social complejas.

3.2 rafael barret y su dolor paraguayo
                                
Rafael Barret (1876-1910) fue un periodista español que destinó una parte de su vida a retratar la rea­li­dad de los menos favorecidos del Paraguay. “Precursor en todos los sentidos” y “Descubridor de la rea­lidad social del Paraguay”, al decir del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, la figura de Barret es tanto imprescindible para el estudio de la realidad de la nación guaraní de comienzos de siglo XX, co­mo desconocida en lo que se refiere a un estudio sistemá­ti­co de su vida y su obra.[9]
Desafortunadamente, no es este el estudio que llenará ese vacío. Nos limitaremos, únicamente, a re­sal­tar algunas de las ideas y testimonios presentes en algunas de las crónicas periodísticas de es­te autor, co­mo una forma de aproximarnos a la naturaleza específica de la miseria en el Pa­ra­guay. A con­ti­nua­ción presentamos un cuadro con los artículos de Barret que tendremos en cuenta para esta reflexión:

Título
Fecha de Publicación
Tema
El Manicomio
¿1909?
Descripción de un manicomio en Asunción.
Lo que he visto
1910
Panorama social del Paraguay rural
Los niños tristes
1907
Descripción de las condiciones de los niños en Paraguay
Hogares Heridos
1907
Descripción del “hogar” paraguayo
Lo que son los yerbales
1910
Descripción de las condiciones laborales en los yerbales paraguayos.

Vamos a dar paso, ahora, a las palabras de Barret. Destacaremos algunos fragmentos de cada uno de estos textos, para brindarle al lector /a la imagen barretina del Paraguay de comienzos  del siglo XX[10].
Entramos al Manicomio, “cerca del Asilo [de Mendigos donde] se levanta el sombrío presidio de los loco” (p. 52). Barret nos invita a seguirlo: “Figuraos una inmunda cárcel, en que la miseria hubiera hecho perder el juicio a los infelices abandonados allí adentro. Sobre el fango del patio lúgubre, acurrucados contra los muros, gimen, cantan, aúllan, veinte o treinta espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de calabozos negros, con rejas y enormes cerrojos, agobia la vista. A los barrotes asoma de pronto un rostro de condenado. Celdas oscuras, desnudas, húmedas. El techo se agrieta. Las camas son sacos de sucia arpillera. Un hediondo olor a orines, a cubil de bestias feroces nos hace retroceder.” (p. 52).
Es este un lugar donde la miseria ha sido abandonada a su suerte, encerrada entre muros, “rejas y enormes cerrojos”: “El manicomio es el pozo tenebroso a donde se tira la basura, volviendo los ojos a otra parte. Allí los parientes se  desembarazan de quien les estorba. Allí se vuelca el ciego, el canceroso, la carne maldita. No es preciso estar loco para caer en el antro. Basta sobrar. […] ¿Para qué asesinar? Llevad vuestras víctimas al manicomio.” (p. 53. El resaltado es de Barret).
Esta es la visión de Barret del manicomio de Asunción. Un lugar destinado a esconder la “carne maldita”; su función es invisibilizar lo que estorba, lo que sobra; “el pozo tenebroso a donde se tira la basura”. Continuemos ahora el recorrido, con lo que Barret ha visto en el Paraguay rural.
“[B]ajo el naranjal escuálido que dejaron los jesuitas, se alza un ranchito de lodo y de caña, agujero donde se agoniza en la sombra. Entrad: no encontraréis un vaso, ni una silla. Os sentaréis en un pedazo de madera, beberéis agua fangosa en una calabaza, comeréis maíz cocido en una olla sucia, dormiréis sobre correas atadas a cuatro palos. Y pensad que se trata de la burguesía rural” (pp. 54-55). También aquí se percibe el abandono, la suciedad, los extramuros a donde no llegan ni las manos caritativas ni las higienizaciones gubernamentales: “He visto que no se trabaja, que no se puede trabajar, porque los cuerpos están enfermos, porque las almas están muertas. He visto que los peones «robustos» no pasan dos semanas sin algún día de diarrea o de fiebre. […] ¡Y he visto los niños, los niños que mueren por millares bajo el clima más sano del mundo, niños esqueletos, de vientre monstruoso, los niños arrugados, que no ríen ni lloran, las larvas del silencio!” (p. 55). Y más adelante, encontramos una primera propuesta de Barret ante esta problemática; propuesta que –no sobra aclarar- no encaja justamente con las iniciativas higienistas expuestas en apartados anteriores de este ensayo: “No castiguemos, no acusemos; si no hay en nuestros hermanos solidaridad, si no aciertan a respetar a sus com­pañeras ni a querer a sus hijos, si para evadirse de su oscuro dolor llaman a las puertas de la luju­ria, del alcohol o del juego, no nos indignemos. No debemos juzgar su mal, debemos curarlo.” (p. 55)
Avanzando dentro de esta turbia realidad paraguaya de comienzos de siglo XX, Barret se encuentra con los niños, metonimia de ese dolor paraguayo que le da título a su obra: “Podemos medir el abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial de lágrimas y de sangre que en su alma pesa, por este hecho formidable: los niños están tristes.” (p. 62). Estos niños a los que “No les importa el mundo. Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan pasar las cosas que suelen ser crueles. ¿Para qué interesarse por nada? Poseen de antemano la melancólica sabiduría. Corren por sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos, a la larga, por toda filosofía, de la realidad injusta. Nada han probado aún y se diría que nada esperan ya.” (p. 63).
Semejante a esta imagen de los niños paraguayos, es la imagen que da de los hogares paraguayos: “El hogar paraguayo es una ruina que sangra; es un hogar sin padre. La guerra[11] se llevó los padres y no los ha devuelto. […] Detrás, en los ranchos miserables, hay concubinas o viudas, pero madres al fin, que trabajan la tierra con sus huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo.” (p. 67)
Terminamos este recorrido por el Paraguay, en el que puede ser el lugar más abyecto del que Barret de cuenta: los yerbales. Así se denominaban las grandes plantaciones de yerba mate, que tras la Guerra de la Triple Alianza (o Guerra Grande) pasaron a pertenecer, en su mayoría, a compañías brasileñas, argentinas o británicas. Las principales compañías encargadas de la explotación de estos cultivos era la Compañía Industrial Paraguaya y la Matte Larangeira, cada una de las cuales –según lo cuenta Barret- tenía a su disposición entre siete mil y ocho mil leguas de tierras cultivadas. La forma de extracción de la yerba mate, al decir del autor español, “descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato”. No siendo nuestro interés precisamente el de dar cuenta de las formas de explotación presentes en el Paraguay, vamos a centrar nuestra atención en las condiciones en las condiciones en las que vivían los trabajadores de estas plantaciones.
Barret describe al trabajador: “Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un perpetuo vagabundo de su propia cárcel. Tiene que caminar sin reposo y el camino es una lucha”. (p128). Y más adelante añade: “Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. […] La habitación del obrero del yerbal es un toldito para muchos, cubierto de ramas de pindó. Vivir allí es vivir a la intemperie; se duerme en el suelo, sobre plantas muertas, como hacen los animales. La lluvia lo empapa todo. […] Al hambre y a la fatiga se añade la enfermedad.” (p. 130).
Podríamos continuar, pero consideramos que con lo presentado hasta este punto es suficiente para hacerse una imagen de la realidad paraguaya de ese entonces.
Antes de pasar a comentar estas imágenes y sus implicaciones, hemos preferido dar paso a lo que presenta JAOL, para el caso de la miseria en Bogotá. De esta manera podremos, más adelante, hacer un sucinto ejercicio de contraste entre los dos espacios, llamando la atención sobre las diferencias y similitudes, como una forma de hallar y definir lo que serían los puntos comunes entre estas dos realidades distantes, pero quizá no tan distintas, dentro del continente latinoamericano.

3.3. Osorio Lizarazo y las mansiones de pobrería

La obra de José Antonio Osorio Lizarazo es, al decir de Santiago Mutis, “la única obra ver­da­de­ra­men­te urbana que tenemos”[12] en Colombia. Nacido a finales del siglo XIX, JAOL llevó una vida signada por el resentimiento social; un resentimiento que había ido cultivando al verse rodeado por individuos de clase alta, que nunca perdieron la oportunidad de recordarle su origen humilde. Es precisamente es­te resentimiento el que se encuentra plasmado en algunas de sus crónicas y, en especial, en sus no­ve­las, a través de las cuales trata de mostrar esa cara oculta de la realidad fragmentada y desigual de la Bo­gotá de la primera mitad del siglo XX.[13] A continuación presentamos un cuadro con las crónicas de JAOL que tendremos en cuenta para esta reflexión:

Título
Año de publicación
Tema
Carnaval de espíritus
1926
Descripción del manicomio de mujeres
Mansiones de pobrería
1926
Descripción de los pasajes bogotanos
Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia  de gripa de 1918

1939
Descripción de las condiciones sanitarias de la Bogotá de 1918
Vamos a dar paso, ahora, a las palabras de jaol. Destacaremos algunos fragmentos de cada uno de estos textos, para brindarle al lector /a la imagen que este autor bogotano nos brinda de la capital colombiana durante la primera mitad del siglo XX[14].
Entremos en el manicomio de mujeres, en Bogotá: “Hacinadas sobre estrechos bancos, adosadas a las paredes ennegrecidas por el continuo roce de esa multitud indefinible, tomando el sol, que se resbala sobre las camisas de un color desesperadamente gris, las dementes dejan pasar la vida sin sentirla, la vida estéril y estúpida de la forzosa inactividad” (p. 296). Ya aparecen aquí las primeras semejanzas con el cuadro pintado por Barret para el caso del Paraguay. La imagen no es tan desoladora como la descrita por el periodista español; no obstante, jaol llega a afirmar, sobre este manicomio: “Es espectáculo que acababa de contemplar era demasiado real. No era una fantasía, ni una visión de delirio. Era la visión plena, tenaz, del infierno.” (p. 301).
Hasta aquí tenemos una miseria escondida tras los muros de un manicomio. Pero afuera, en los pasajes capitalinos, había una miseria más visible, entre los callejones y callejuelas de las zonas más deprimidas de Bogotá: “Ahora vamos a pasear un porco entre la miseria. La miseria urbana que es tan horrible y tan monstruosa. Vamos a ver esos antros de pobrería donde se aglomeran familias enteras con sus chiquillos, sus perros, sus cerdos y sus harapos.” (p. 302).
¿Y qué es lo que va encontrando jaol a su paso? Ve a un niño “que está tendido, [que] se agita. Tiene fiebre. Está enfermito. Probablemente morirá. Morirá, como ha vivido, entre la mugre. Porque es el desa­seo, la miseria, más que la enfermedad, lo que lo está matando.” (p.302). Más adelante, refiriéndose a las condiciones propias de estos pasajes, jaol continúa: “Para entrar a lagunas de las habitaciones es preciso que me incline bajo las ropas a medio lavar, tendidas en las puertas. Por el centro del patio, un patio de dos metros de ancho, corre un caño de agua sucia y mal oliente. El agua potable se recoge en un pozo de cemento, y allí se amontonan todos los inquilinos a lavar sus harapos. Cae la mugre entre el pozo, y los niños extraen de allí el líquido necesario para el servicio de cocina.” (p. 304)
Tras haber dado un vistazo a estas mansiones de pobrería, pasemos a escuchar lo que jaol cuenta sobre las condiciones sanitarias de la Bogotá de 1918 y sobre la epidemia de gripa de dicho año: “Era hacia septiembre de 1918 y el bacilo misterioso que no pudo ser localizado bajo las lentes de los microscopios ni pudo ser seguido en su historia clínica, había atravesado el Atlántico […] Diéronse explicaciones científicas, que no fueron eficaces, expresáronse conjeturas, sentáronse hipótesis, escribióse mucho y muy largo, pero la enfermedad seguía asolando los hogares con inaudita crueldad, que no acertaban a explicarse aquellas excelentes personas de altísimo cuello de pajarita, sombrero hongo de ala plana y chaqueta de cuatro botones y diminuta solapa” (pp. 319-320).
Hasta aquí tenemos entonces la opinión de este cronista bogotano sobre los intentos “científicos” de acabar con la epidemia. Pasemos a ver ahora lo que cuenta sobre los hospitales que atendieron esta emer­gencia, en particular el San Juan de Dios: “No, no era muy limpio entonces el hospital, en la vieja caso­na de San Juan de Dios, y la gripa tuvo un ancho campo para prosperar. Tántos insectos como se pren­dían en los cuerpos enflaquecidos, tánta mosca que manchaba el ambiente, cuánta suciedad en es­tos largos camisones grises que se untaban de llaga y se ponían olorosos a cadaverina, eran vehículos per­fectos para llevar la gripa por todos los recovecos del hospital.” (p. 321). Y en cuanto a la situación ge­neral en la ciudad, jaol afirma: “la ciudad entera habíase convertido en un vasto hospital. Una gran des­olación flotaba sobre ella. […] Se constituyeron juntos de auxilios, que recogían cuanto pudiera ser útil en tamaña angustia. Los comerciantes ofrecían cobertores, géneros para sábanas, almohadas. Otras personas entregaban víveres o medicinas. Pero todo era insuficiente, porque no siempre había quien llevara esos preciosos recursos al lugar de su destino.” (pp. 324-325). En cuanto a la situación específica que se vivía en las zonas más deprimidas, jaol añade: “En los barrios pobres, que comenzaban a formarse sin higiene, sin control, y sin preocupación distinta al negocio de los terratenientes que habían resuelto urbani­zar, la cosa se presentaba con mayor gravedad. Las gentes humildes morían por centenares. Familias enteras, de nombres oscuros, desaparecieron en su totalidad. […] El hambre se reunía a la enfermedad para hacer más implacable la crueldad de los acontecimientos. Las juntas de auxilio desarrollaban muy difícilmente su eficacia, por la suspensión del transporte, por los problemas de la integración de las mismas juntas.” (p. 325).

3.4. Barret y Osorio Lizarazo: diferencias y similitudes

Después de haber tenido la posibilidad de conocer los testimonios de los dos autores que estamos trabajando aquí, es pertinente ahora dedicar este pequeño apartado a resaltar algunas de las diferencias y similitudes más relevantes entre ambos.
A un primer nivel, la diferencia más grande entre los dos consiste en que Barret centra su atención en el ámbito rural, mientras que jaol se enfoca básicamente en lo urbano. Esto quizá pueda explicar el hecho de que las problemáticas latentes en cada uno de los espacios descritos difieran; no obstante, en ambos se percibe un mismo problema de fondo: la orfandad en que se encuentran aquellos a quienes se hace alusión en las crónicas y en los artículos. Es común encontrar apelativos como desamparo o abandono (tanto por parte de la autoridad competente, como por parte de los propios protagonistas de los textos); los cuadros, más allá de lo patético de la narración, recaen en puntos comunes: suciedad, tristeza, desaseo, falta de higiene, etc.
También es importante resaltar el hecho de la invisibilización de la miseria que tanto uno como otro au­tor denuncia. El caso de los manicomios es quizá el mejor ejemplo: son espacios “donde se tira la ba­sura”; recintos cerrados cuyo objetivo es aislar de la sociedad todos aquellos elementos que “es­tor­ban” o que “sobran”.
Estos manicomios también nos sirven para tener una imagen más vívida de aquellas instituciones de­di­ca­das al cuidado de los enfermos mentales. Y no sólo eso: también cuestiona la efectividad de dichas ins­tituciones a la hora de resolver una problemática que trascendía el mero ámbito médico-psi­quiá­tri­co.
Quizá la mayor diferencia entre los dos autores radica en las soluciones que sugieren para resolver el problema de la miseria, así como sus consecuencias. Barret tiende más hacia un cuidado que evite enjuiciamientos (véase supra); por su lado, de una manera más bien implícita,  jaol sugiere la educación de las clases menos favorecidas, combatir su indolencia y aplicar medidas con un carácter ciertamente higienista.

4. A modo de conclusión

Tras exponer lo que inicialmente hemos definido como las dos caras de la miseria, desembocamos en la reflexión final de este trabajo, objeto último de este sucinto estudio.
Vimos inicialmente la miseria –en tanto espectáculo- como problemática a resolver por parte de las au­to­ridades competentes. Mencionamos brevemente las diversas transformaciones que trajo consigo la bús­queda de una solución a esta cuestión, al menos para el caso colombiano.
Luego nos detuvimos para escuchar las voces de dos autores que exponían su visión de la miseria, más que como mero espectáculo, como vivencia cotidiana de una significativa porción de la población. De­ci­di­mos darle más espacio a esta segunda cara por ser una perspectiva en la que –según lo que nuestro li­mi­tado nos permite afirmar- ha sido dejada ciertamente de lado, eclipsada por la primera de las pers­pec­tivas.
Así pues, como veníamos diciendo, teniendo presente estas dos perspectivas, tenemos algunos ele­men­tos que pueden sernos útiles para responder a la pregunta que da título a este último apartado. Nos en­con­tramos ante un dilema que bien puede reproducirse en otros campos de la historia, e incluso que puede encontrarse en otras ciencias sociales. Nos referimos al enfrenta­mien­to entre lo analítico y lo descriptivo, entre la mirada objetivista y la mirada subjetivista, entre lo deductivo y lo inductivo, entre las generalizaciones y los estudios específicos de caso.
Es importante dejar claro que no era objeto de este ensayo establecer cuál de los dos extre­mos era el más recomendable para el estudio de una realidad histórica dada. Pero así como no demos­tramos una pre­­ferencia hacia una perspectiva o hacia otra, sí nos permitimos afirmar el hecho de que más que co­mo opuestos o extremos irreconciliables, deberían ser vistas como perspectivas mutuamente com­ple­men­tarias. Es tan necesario conocer y analizar las medidas gubernamentales, la visión de las élites y las intencionalidades que guiaban su accionar, como describir y compren­der la situación de aquellos que debido a sus condiciones socioeconómicas tenían muy pocas oportunidades para hacer escuchar su voz, sus reclamos y sus propias ideas. Es decir, tan importante es una acepción de la miseria como la otra.
Así como es importante para el médico conocer la sintomatología, etc. de las enfermedades con que de­be enfrentarse, también es para él importante tener acceso a la historia clínica del paciente a quien de­be atender. Tanto uno como otro conocimiento son necesarios para poder brindar la mejor cura posible.
No sobra añadir en esta reflexión el hecho de la necesidad de construir un marco de criterios capaces de evi­tar que el investigador social caiga o reproduzca las posiciones subjetivistas o ideológicas con que debe enfrentarse (tanto provenientes de las élites como de los “cronistas de la miseria”). Justa­men­te lo que se pretende al sugerir una comprensión de la miseria desde sus dos caras es la posibilidad de te­ner un mayor número de recursos y fuentes que permitan una reconstrucción más cercana a la rea­li­dad (o al menos más verosímil). Y que al mismo tiempo no se olvide de la bifacialidad de dicho con­cep­to.
Así mismo, aprovechamos para resaltar la importancia de la literatura (crónicas, cuentos, no­velas, etc.) co­mo potencial fuente histórica, como fuente primaria alterna para los estudios his­tó­ricos. En la li­te­ra­tu­ra lo que se pierde de objetividad se gana en “vivencialidad”, es decir, se tie­ne acceso a dimensiones que quizá otro tipo de documentos no permitan ni siquiera suponer.








[1] Cfr. Moliner, María. Diccionario del uso del español. Tomo 2: I-Z. Madrid, Gredos, 1998. VOZ: Miseria. P. 359.
[2] Para una diferenciación entre lo connotativo y lo denotativo, véase: Sartori, G. Lógica y método en las ciencias sociales. México, FCE, 1996. En especial: pp. 65-81.
[3] Noguera, C. E. Medicina y Política. Discurso médico y prácticas higiénicas durante la primera mitad del siglo XX en Colombia. Medellín, EAFIT, 2003. pp. 123-216.
[4] Ibíd. p. 123.
[5] Cfr. Ibíd.. pp. 127-148.
[6] Cfr. Ibíd.. pp. 125-153.
[7] “La segunda mitad del siglo XIX presenció un renacimiento científico en toda América Latina, asociado tanto a la cre­encia influenciada del positivismo como al logro de condiciones económicas y políticas más estables. Estas últi­mas [se] constituyeron en gran medida reflejo del modo en que las economías latinoamericanas fueron integradas a la férula de un capitalismo en expansión, y a la manera como encontraron su lugar como proveedores de materias pri­mas en el marco de la división internacional del trabajo que acompañó tal expansión”. Sagasti, F. R. “Esbozo his­tó­rico de la ciencia en América Latina”. En: Chaparro, F y F. R. Sagasti. Ciencia y tecnología en Colombia. Bogotá, ICC, 1978. p. 25.
[8] Al hacer aquí alusión a lo gnómico, me remito a la definición que Ferrater Mora (en: Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía E-J. Barcelona, Editorial Ariel, 1998. pág. 1470; voz: GNÓMICO)  tiene al respecto: “Gnómico  es el nombre que se le da a un autor que dice, o escribe, sentencias de carácter moral”. Esta definición carga en sí implícitamente la vinculación  entre el ‘medio de conocer algo’, el ‘juicio’ que se le otorga y la autoridad que se tiene para denominarlo bueno o malo a partir del conocimiento realizado del objeto estudiado.
[9] Una primera buena aproximación a esto puede encontrarse en la Introducción [“Rafael Barret: Descubridor de la realidad social del Paraguay”] del libro: Barret, R. El Dolor Paraguayo. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1987. pp. IX-XXXII, escrita por Augusto Roa Bastos.
[10] Todas las citas a Barret han sido extractadas del libro antes citado (Véase la nota anterior). En adelante, sólo se citará la página entre paréntesis.
[11] Cuando habla de guerra, Barret se refiere a la Guerra de la Triple Alianza, acaecida entre 1864 y 1870, y en la que Paraguay perdió un número considerable de su población masculina.
[12] Mutis Durán, Santiago. “Introducción”. En: Osorio Lizarazo, J. A. Novelas y Crónicas. Bogota, ICC, 1978. p. IX.
[13] No es objeto de este ensayo dar cuenta extensa de la biografía y la obra de jaol. Para ello, remitimos a la Introdu­cción, citada en la nota al pie anterior.
[14] Todas las citas a jaol han sido extractadas del libro antes citado (Véase la antepenúltima nota al pie). En adelan­te, sólo se citará la página entre paréntesis.

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